Las paradojas de la crisis (una mirada desde España)

Sottotitolo: 
La crisis suscita ciertas paradojas que deben ser resueltas principalmente por el movimiento sindical. El sindicato no puede renunciar a disputar la hegemonía ideológica del campo neoconservador para afirmar su propia narrativa de la crisis y sus propios valores .                                                

La crisis económica está cambiando de dirección. Se penaliza el endeudamiento de los Estados originado por el sostenimiento de la quiebra del sistema financiero. En Europa, los países elegantemente denominados PIGS – Portugal, Irlanda, Grecia y España – están sometidos a presiones especulativas y desestabilizadoras muy fuertes. El caso griego es bien conocido por reciente . La cura de caballo que le ha prescrito la Comisión europea supone recorte de salarios y de pensiones, reducción de las inversiones públicas, recorte drástico del gasto social en sanidad y educación, eliminación de empresas públicas y de funcionarios, aumento de los impuestos indirectos. El objetivo es reforzar la competitividad del país recortando el coste del trabajo. Son las mismas recetas que durante la década de los noventa el FMI impuso a las economías latinoamericanas y a la zona asiática, generando el sufrimiento y la hambruna de parte de la población, el empobrecimiento de los trabajadores y el aumento superlativo de la desigualdad social. El eje Frankfurt – Bruselas está manejando la crisis desde la ortodoxia neoliberal concebida como un pensamiento único que hace que la realidad se represente solo de una forma, sin que otro tipo de representaciones de lo real sean posibles o admisibles. (A. Lettieri, “A fake Greek tragedy and the EMU future”, www.insightweb.it )

Sin embargo la crisis que padecemos no es lineal, ni sus aplicaciones y efectos deben ser soportados como un destino injusto pero inmodificable. La crisis suscita ciertas paradojas que deben ser resueltas principalmente por el movimiento sindical como representante general de los trabajadores, sean éstos  activos, inactivos o desempleados.  
                                                                                      
La primera paradoja es que se hayan realizado esfuerzos decisivos por el poder público para san ear el sistema financiero, amortiguando el riesgo empresarial y recuperando la centralidad del sistema bancario en la distribución de la riqueza – la cifra inicial en España de las aportaciones del Estado es de 190.000 millones de euros – mientras que ese mismo poder público demuestra una incapacidad para actuar frente a la degradación de las condiciones de trabajo y de empleo, de manera que el coste de la crisis se desplaza directamente a quienes ni la han provocado ni la han alimentado: los trabajadores y trabajadoras de los países europeos.

En España esta incapacidad del poder público se ha transmutado en impotencia. No se ha reaccionado frente a lo que han sido las formas de destrucción de empleo utilizadas por los llamados agentes económicos de forma masiva. En vez de proceder a despidos colectivos o a despidos individuales por motivos económicos, se ha recurrido de forma masiva a una figura que incorporó la ley española en 2002, bajo el gobierno de Aznar, y que posibilita el despido disciplinario individual del trabajador que el empresario reconoce como improcedente, poniendo a disposición del trabajador así despedido la indemnización legal tasada en 45 días de salario por año de servicio. Este despido, regulado en el art. 56.2 del Estatuto de los Trabajadores, elude la prueba de la causa económica o productiva de la extinción y disuade del control judicial, y ha alcanzado máximos históricos, superando al cese de contratos temporales por no renovación de los mismos, que era la forma típica de ajuste de plantillas en el mercado de trabajo español. Ambos supuestos extintivos – cese de contratos temporales y despido disciplinario individual indemnizado pero excluido de hecho del control jurisdiccional, implican que la decisión de despedir se configura de manera unilateral, sin inspección de la administración, control de los jueces ni mediación colectiva, como un acto “silencioso y discreto” del poder privado del empresario. A las cifras terribles de despidos unilaterales reconocidos y contratos temporales no renovados se ha unido un proceso no vigilado de inmersión de las relaciones laborales en la economía irregular, donde el trabajador funciona como clandestino. Las cifras son dudosas, pero se estima en 750.000 los trabajadores de esta economía irregular, de los cuales 500.000 se han “sumergido” en el año 2009.

Frente a ello, la remisión de la acción política a un diálogo social entre sindicatos y empresarios que se demuestra impracticable, refuerza la sensación de parálisis en este tema. Las medidas que se han adoptado por el Gobierno español se limitan a aspectos limitados de la ampliación de la protección por desempleo – lo que se realiza en la Ley 14/2009, de 11 de noviembre, por la que se regula el programa temporal de protección por desempleo e inserción -, o a programas de fomento de la contratación indefinida que se apoyan en incentivos económicos a la misma, realizados en la Ley 27/2009, de 30 de diciembre, de medidas urgentes para el mantenimiento y el fomento del empleo y la protección de las personas desempleadas. La acelerada destrucción de empleo las han desbordado nada más ser promulgadas, y el resto de las posibles medidas a adoptar siguen pendientes del resultado del diálogo social tripartito, sobre el que incide negativamente la última situación.

En efecto, con la nueva dirección que a comienzos del 2010 se imprime a la crisis y el ataque que la deuda pública española sufre en los mercados, el gobierno español se comprometió a una reducción de 50.000 millones de euros en el gasto público, junto con el polémico anuncio de intervención sobre la pensión de jubilación, que ha concitado la inmediata respuesta de los sindicatos convocando movilizaciones y manifestaciones en la calle. La reducción del gasto público afecta desde luego a aspectos importantes de empleo público y a ciertos aspectos del modesto sistema de protección español, en especial a la situación de dependencia que requiere un esfuerzo presupuestario de las Comunidades Autónomas que éstas no ha realizado y que ahora se reenvían hacia un futuro sin precisar. La paradoja se cierra de esta manera. Los esfuerzos presupuestarios invertidos en salvar el sistema financiero no se han correspondido en absoluto con los realizados en el mantenimiento del empleo – o la ralentización de su destrucción - ni en la ampliación de la protección por desempleo, y se saldan al final con una reducción del gasto social y de la inversión pública como consecuencia del endeudamiento primero.

La segunda paradoja es que la crisis se presenta como la validación emprírica de que el modelo hegemónico de regulación social es un modelo económico, social y político que se caracteriza por su violencia, desigualdad e injusticia, y que ha producido una concentración máxima de poder económico junto con el crecimiento exponencial de las desigualdades en todo el planeta. Pero junto a ello, pasado el primer instante de estupor o de estado de shock, la crisis se configura como un momento de refundación del mismo modelo de regulación global hasta el momento vigente, con pequeñas correcciones. Se mantiene el “estilo” de gobierno de la economía, no dirigido desde la política y sin intervención pública, reformulando las garantías sociales a la baja, como si no hubiera más opción que confirmar la esencia del sistema de libre empresa en su “amoralidad” y en la resistencia a cualquier regulación. El papel que ha desempeñado la Unión Europea en el caso de Grecia, su reivindicación de las viejas recetas neoliberales que quieren recuperar la economía sobre el sufrimiento de las personas y la degradación de las condiciones de vida y de trabajo, es emblemático al respecto.

En España, la posición que mantienen las instituciones reguladoras de las finanzas como el Banco de España, los intelectuales de apoyo del fundamentalismo monetarista y la plana mayor del asociacionismo empresarial insisten en resolver la paradoja de la crisis mediante la acentuación de su carácter antisocial y anticolectivo. Los esfuerzos por popularizar la figura del llamado “contrato único”, es decir un contrato de libre desistimiento con indemnizaciones crecientes en función de la antigüedad del trabajador que descausaliza el despido y hace irrelevante el control judicial, son suficientemente indicativos de la dirección que se quiere imprimir a la salida a la crisis desde estos sectores. Además de ello, en la tabla reivindicativa de estos sectores económicos y sus aparatos ideológicos, se contiene la exigencia de reducir las contribuciones sociales de los empresarios al sistema de seguridad social y la intangibilidad del sistema fiscal sin aumentar la presión impositiva. Desde estos planteamientos, el acuerdo con los sindicatos no parece posible, pero tampoco conveniente. La prescindibilidad del proceso de concertación social, que ha constituido una seña de identidad del sistema español de relaciones laborales, es la conclusión a la que llevan tales planteamientos, para los que los actores del sistema son sólo dos: el empresariado como agente económico creador de riqueza, y el poder público como organizador y regulador social que debe adoptar medidas de impulso y de desarrollo de los sectores de la economía.

Este tipo de presión se ha extendido además al área de la protección social, especialmente tras la inoportuna e incorrecta propuesta gubernamental de ampliar mecánicamente la edad de jubilación a los 67 años y el aumento del periodo de carencia para tener acceso a la pensión contributiva, es decir, los años de cotización necesarios para acceder a la percepción de la pensión, que en la actualidad es de quince años. La movilización sindical contra estas ideas y la crítica política no han impedido que tanto el empresariado como poderosos sectores de opinión hayan desplazado también a este terreno el debate sobre la “corrección” del sistema de seguridad social mediante la inserción de segmentos privados de capitalización en el esquema de protección social, la defensa de los llamados “fondos de pensiones” como complemento necesario de un sistema de pensiones progresivamente asistencializado ante lo que se considera un colapso inevitable de la financiación del sistema de Seguridad Social.

Pero estas paradojas pueden resolverse de otra manera. Esa es la oportunidad que se abre al sindicalismo europeo. Para ello la CES debe sacudirse una cierta indolencia y tomar la iniciativa en la elaboración de propuestas y en construir una importante movilización de todos los trabajadores de Europa. No basta con reaccionar a los ataques que se están produciendo de los derechos de los trabajadores en tal o cual país, o con declaraciones genéricas sobre lo incorrecto de las posiciones que adopta la Comisión Europea. Hay que efectuar propuestas de reforma lo suficientemente atractivas como para  generar un polo de referencia en el debate europeo.
 
El sindicato no puede renunciar a disputar la hegemonía ideológica al discurso que se produce en y para la opinión pública desde el campo de la gobernabilidad política dictada por supuestas exigencias inevitables de la economía monetaria. Tiene necesariamente que insertarse en ese campo de lucha afirmando en él su propia narrativa y sus propios valores. La visibilidad del proyecto de emancipación social que el sindicato europeo significa y su concreta discusión, su propia problematicidad – no prestada del discurso electoral – tiene que hacerse presente en el terreno de la orientación de la opinión pública. Esta forma de afrontar la crisis no sólo debe hacerse a nivel europeo o a nivel global, sino que resulta muy útil la coordinación y los contactos bilaterales entre fuerzas sindicales de naciones que tienen características económicas y sociales comunes.

 

Antonio Baylos

Catedrático de Derecho del trabajo. Universidad de Castilla-la Mancha
Co-Editor Insight.
www.baylos.blogspot.com
antonio.baylos@uclm.es