El diagnóstico del fracaso

Sottotitolo: 
Los problemas fiscales son la consecuencia y no la cauda de la crisis. La deuda viene a llenar la falta de demanda agregada que se deriva fundamentalmente del deterioro en la distribución de la renta desde los años 80s.

1.- ¿Es aceptable el diagnóstico de “The Economist”, que viene a resumir lo que el propio Gobierno viene diciendo de su actuación, es decir que aunque nada funcione en el terreno de las indicaciones centrales económicas, no hay otra política posible para salir de la crisis que la realizada por el gobierno de España?

No es aceptable. Todos los indicadores económicos están confirmando lo que se dijo por un buen número de economistas heterodoxos, e incluso algunos tan ortodoxos como Krugman, desde que comenzaron a aplicarse estas políticas de consolidación fiscal y devaluación salarial de forma simultánea en toda Europa: que estaban condenadas al fracaso. No es que necesiten un tiempo para tener los resultados esperados; no pueden tenerlos. Más bien, sitúan a las economías en un círculo vicioso que agrava la recesión.

El diagnóstico del que parten estas políticas es completamente erróneo, al menos por tres razones. Para empezar, lo primero que necesita Europa, lo más urgente, es recuperar la demanda agregada, y todas las medidas aplicadas van en sentido contrario. En un contexto de “recesión de balances” en el que el sector privado tiene como prioridad reducir su nivel de endeudamiento, es absolutamente imprescindible revertir el signo de la política fiscal y abandonar las mal llamadas políticas de austeridad fiscal.

En segundo lugar, esta deuda proviene de un modelo de crecimiento desequilibrado que hay que corregir, pero el origen de los desequilibrios no se encuentra en ningún caso en el gasto público excesivo – en la mayoría de los casos, los problemas fiscales son la consecuencia y no la cauda de la crisis - ni en el crecimiento de los salarios en la periferia –de hecho, los salarios reales estuvieron estancados: no es cierto que “todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”-.

Más bien, la deuda viene a llenar la falta de demanda agregada que se deriva fundamentalmente del deterioro en la distribución de la renta que viene produciéndose desde los años 80s; de las políticas “mercantilistas” –contracción salarial, estancamiento de la demanda interna y crecimiento basado en las exportaciones- aplicadas en el núcleo de la unión monetaria (Alemania); y del propio funcionamiento de una unión monetaria mal diseñada. Las políticas actuales –por ejemplo la estrategia de devaluación interna mediante la bajada de los salarios- refuerzan estos problemas en vez de corregirlos.

Por último, la apelación a que debemos esperar a que “los sacrificios” actuales (especialmente para una parte de la sociedad, hay que decirlo) den sus frutos, hace referencia a hipotéticos problemas que limitan por el lado de la oferta el potencial de crecimiento a largo plazo de nuestras economías. Esto no es cierto (ahora mismo la principal restricción a la que nos enfrentamos es el crecimiento de la demanda a corto plazo) pero también es conocido que cuando una situación de estancamiento perdura en el tiempo, acaba afectando negativamente al potencial a largo plazo de la economía. Por ejemplo por los efectos devastadores del paro de larga duración, o por la pérdida de capacidad productiva que se deriva de la falta de inversión. Por ello, cambiar la política no sólo es necesario, sino urgente, al contrario de lo que dice “The Economist”.

2.- Si, como se dice y alega continuamente, la política de “austeridad” se impone en España porque es la que impone el eje Berlin – Bruselas – Frankfurt, ¿por qué no se pone en discusión la política europea? ¿Es que quizá no hay alternativa a la política de austeridad?

En primer lugar, es cierto que la presión procedente de Alemania y de las instituciones europeas para aplicar este tipo de políticas es muy fuerte. Aunque también creo que en realidad el gobierno de Rajoy –y los intereses a los que representa- confía de verdad en las bondades de esta política. La “presión” europea y la propia crisis se acaban convirtiendo en una extraordinaria oportunidad para aplicar un programa máximo que en otras circunstancias hubiera encontrado más resistencias –reforma laboral, privatizaciones, pensiones, drástica disminución del estado de bienestar y los servicios y derechos sociales, reducción del número de empleados públicos-. Si bien el margen de maniobra de los gobiernos nacionales se estrecha claramente por las políticas dominantes en Europa, no lo elimina por completo, ni vemos tampoco en nuestras autoridades planteamientos realmente críticos con estas políticas –más allá de meras declaraciones cosméticas a favor del crecimiento, o la negociación de aplazamientos de unas décimas, unos meses, de los objetivos de ajuste presupuestario-. La esencia del planteamiento de política económica es compartida, por lo que no deberíamos eximirle de responsabilidad por la supuesta imposición “desde Europa/Alemania”.

En segundo lugar, claro que se pone en cuestión la política europea, aunque desde luego no en los entornos oficiales o en las páginas de The Economist, pero sí en otros foros, como esta misma publicación. También ha surgido un buen número de redes europeas (Euromemorandum, Economistas Aterrados en Francia, Economia e Politica en Italia, EconoNuestra en España, o la recientemente creada Progressive Economists Network a nivel europeo). No sólo para criticar las políticas de austeridad, sino también ofreciendo vías alternativas.

Por ejemplo, la idea de una “austeridad expansiva” que se ha defendido desde Bruselas, el BCE o los gobiernos nacionales fue criticada desde el principio, señalando que los efectos multiplicadores negativos de estas políticas serían mucho más elevados de lo que se predecía –como se ha confirmado- y que esto imposibilitaría incluso cumplir los objetivos de déficit público y de reducción de la deuda. Más aún, los propios efectos negativos sobre el crecimiento desestabilizarían aún más los mercados de deuda, ya que se acrecentarían las dudas sobre la capacidad de devolución de las deudas por la merma de la recaudación fiscal. En estas circunstancias, el “hada de la confianza” a la que parecían encomendarse los partidarios de estas políticas nunca aparecerían.

También se ha rechazado que lo que se necesite en Europa es endurecer las normas de disciplina presupuestaria, como se hace a través del “Pacto Fiscal” y la introducción de límites al déficit y la deuda en las constituciones nacionales. No sólo es que la crisis no sea el resultado de la laxitud fiscal, sino que además el objetivo concreto que impone este acuerdo es imposible de cumplir –no sólo en las circunstancias actuales, también a medio plazo- está en contradicción con la teoría económica y generará un fuerte sesgo recesivo en la economía europea. Por eso, numerosos economistas europeos pedimos que este Pacto no se ratifique –como sí ha hecho ya el Parlamento español, con el acuerdo de los partidos mayoritarios y la única oposición de la izquierda alternativa-.

Para que las políticas fiscales puedan tener un signo diferente y apoyen a la recuperación es imprescindible además que se den algunos cambios importantes. El primero es que el BCE abandone su política actual y anuncie claramente su intervención “incondicional” en los mercados de deuda para asegurar un coste razonable de la financiación de la deuda para los países que actualmente tienen problemas. No hay motivos importantes para que no lo haga, y como ha quedado de manifiesto en los últimos meses basta una simple declaración en este sentido del BCE para que las primas de riesgo se estabilicen (quizá sólo temporalmente si no se cambian las políticas). Lo que no tiene sentido es que esto se haga condicionado precisamente a que se continúe con la política cuyos efectos negativos quieren evitarse (los recortes presupuestarios).

El segundo es una reforma en la fiscalidad en un sentido más progresivo (rentas del capital, grandes fortunas, sociedades, transacciones financieras) restituyendo la capacidad de recaudación de los estados que se deterioró con las reformas regresivas que se pusieron en marcha en los años anteriores a la crisis. En parte, esta es una actuación que puede llevarse a cabo desde los gobiernos nacionales, y en parte debe hacerse coordinadamente en Europa. El tercer cambio es avanzar en la dirección de una verdadera política fiscal europea como complemento a la política monetaria común. Pero esto no tiene nada que ver, por supuesto, con la “unión fiscal” que se impulsa ahora mismo.

Otro aspecto de las políticas europeas cuyo cambio se propone tiene que ver con la forma en que se deben resolver los desequilibrios por cuenta corriente. Básicamente, la visión predominante atribuye estos desequilibrios al comportamiento inadecuado de los países con déficit (excesivos gasto, excesivos salarios, endeudamiento como manifestación de vivir por encima de sus posibilidades) mientras que los superávits son una demostración de virtud (disciplina fiscal y salarial, competitividad, eficiencia). Lo que se impone, por tanto, es la aplicación de estrictos programas de ajuste estructural, recortes de gasto y devaluación salarial en la periferia.

Sin embargo, si estos programas logran al final corregir los déficits por cuenta corriente será sólo a través de la contracción global de la renta y un aumento del desempleo, que incluso podrá en peligro el pago de las deudas acumuladas. Una interpretación alternativa de los desequilibrios por cuenta corriente pondría el acento más bien en las políticas de contracción de la demanda interna y de los salarios en el centro (no olvidemos que en los años de aparición de estos desequilibrios Alemania es uno de los países en los que se registra menos crecimiento, mayor aumento del paro y de la precariedad laboral, y menor crecimiento de los salarios) en el funcionamiento inadecuado de la unión monetaria, que refuerza los desequilibrios en vez de corregirlos, y en la financiarización.

Por tanto, se debe apostar por una salida en el sentido contrario a la actual, en la que la aplicación de políticas de demanda y de crecimiento salarial más expansivas en el núcleo de la unión monetaria permita superar los desequilibrios aumentando la renta, no reduciéndola. Esto debe lograrse, además, corrigiendo el deterioro en la distribución de la renta de los años previos a la crisis, no agravándolo.

No puede olvidarse tampoco que la UE no es un espacio homogéneo o en el que todos los países cuenten con las mismas capacidades productivas. Al contrario, las últimas décadas se han caracterizado por la consolidación, y aumento, de las diferencias en las especializaciones productivas entre países. Específicamente, la concentración de actividades manufactureras de mayor densidad tecnológica ha crecido, a favor de los países centrales y en contra de los periféricos. Esto también es sin duda una parte importante de la explicación de los desequilibrios actuales dentro de la zona euro; es más, como estas diferencias no tienden a eliminarse espontáneamente, sino a reforzarse, si no se aplican políticas económicas que las corrijan serán una restricción permanente al crecimiento de las economías periféricas.

Por último, tanto el enfoque sobre los problemas del sector financiero como el tratamiento dado al elevado endeudamiento (mayoritariamente privado, ahora también público en algunos casos) deben ser modificados. En primer lugar, aunque la crisis no es sólo financiera, el proceso de financiarización de la economía y la desregulación llevada a cabo en las décadas anteriores sí ha contribuido a generar los desequilibrios actuales y sobre todo ha facilitado la extensión de la deuda como mecanismo para compensar la insuficiencia de la demanda. Por tanto, son necesarios una nueva regulación, más estricta, de las finanzas y una mayor atención de los bancos centrales a los problemas de estabilidad financiera, mucho más necesaria que su actual obsesión por la inflación. En segundo lugar, el tratamiento que se ha dado a las crisis bancarias y al problema de la deuda ha consistido hasta ahora en socializar las pérdidas y en garantizar a los acreedores la devolución de las cantidades prestadas, aun a costa del sacrificio de los deudores. ¿Pero es que acaso los bancos no “prestaron por encima de sus posibilidades”?, ¿no deben asumir esa responsabilidad?

En definitiva: las políticas actuales son discutibles y discutidas ampliamente por un buen número de economistas europeos, y existen alternativas técnicamente viables. Cualquier gobierno nacional con una visión alternativa debería empezar por poner encima de la mesa un diagnóstico alternativo al actual y mostrar sus propias contradicciones internas. El cambio fundamental es político y tiene que ver con deshacer la inversión de las prioridades que actualmente caracteriza la política económica: el centro de estas prioridades no puede ser reducir el déficit público, sino la creación de empleo decente. No es wishful-thinking: sabemos cómo podría hacerse.


3. Muchos reconocen que la austeridad no basta, pero el crecimiento y el empleo empezarán a responder cuando las reformas estructurales – en especial facilidades y abaratamiento del despido, reducciones salariales, privatización servicios públicos y reforma de las pensiones – comiencen a dar resultado, impulsando la productividad. ¿Es un punto de vista correcto o, como temen muchos, las llamadas reformas estructurales se ponen en marcha ante todo como instrumento de destrucción de las garantías legales y colectivas del trabajo y para la disgregación del Estado social?

Como ya he dicho en las respuestas anteriores, no comparto desde luego esta afirmación. No es que “no baste” con las políticas de austeridad; es que las políticas de austeridad “son contradictorias” con la recuperación y el crecimiento. Deben abandonarse, no complementarse. ¿Cómo es posible hablar de políticas de estímulo al crecimiento a la vez que se defiende el mantenimiento de los recortes que han causado la segunda recesión?

Los problemas actuales de la economía europea no son de crecimiento potencial a largo plazo, sino de demanda agregada a corto plazo. Pero es que además el paquete “austeridad + reformas estructurales” es destructivo porque ambas medidas se refuerzan en dos direcciones muy concretas. En primer lugar, las dos políticas están dando lugar a una mayor polarización social y sirven a los intereses de grupos sociales muy determinados. Los recortes de gastos en servicios sociales se complementan con la pérdida de derechos sociales con que siempre van acompañados estos programas de “reforma estructural” (derechos laborales, negociación colectiva, pensiones, copagos sanitarios, privatizaciones, etc.).

En segundo lugar, este tipo de reformas, al aplicarse en plena recesión, ahondan sus efectos más negativos. El mejor ejemplo es la reforma laboral. Se justificaba con la pretensión de que los empresarios recurrirían menos al despido y más a la flexibilidad interna para hacer frente a las dificultades, o que la contratación indefinida ganaría peso frente a la temporal. Después de un año de aplicación, los resultados son evidentes: por cada punto de caída en el PIB se ha destruido más empleo que en la recesión de 2009, ha aumentado el número de trabajadores afectados por despidos colectivos y se han reducido las indemnizaciones, y por supuesto no ha aumentado la contratación indefinida. Sin contar con lo que difícilmente se percibe en las estadísticas, pero sí en la vida cotidiana de las empresas: inseguridad, temor al despido, aceptación de peores condiciones de trabajo. Eso sí, los salarios nominales se han congelado, lo que de nuevo agrava los problemas de falta de consumo y dificulta los pagos de las hipotecas. Y vuelta a empezar. ¿Será verdad que la reforma laboral ha sido demasiado tímida y por eso estamos en esta situación? Ya lo escuchamos.

Por supuesto, lo anterior no quiere decir que sólo hagan falta medidas por el lado de la demanda, pero las que hacen falta por el lado de la oferta son otras muy distintas, y se complementarían muy bien con una política de inversiones públicas que, ahora sí, favorecería además la recuperación. Inversiones en tecnología, educación e infraestructuras que permitan resolver las debilidades de la especialización productiva en países como España a las que hacía mención en la pregunta anterior. Políticas estructurales que son incompatibles con los recortes actuales.

Por último: la apelación a que los resultados se verán a largo plazo no debería ser aceptada. Los problemas del desempleo no pueden esperar a una respuesta a largo plazo. Además, si la reforma laboral tendrá efectos positivos en el empleo “cuando la economía se recupere”, ¿para qué hacía falta? España ya creó (mucho) empleo en la anterior expansión, aunque precario y de muy baja calidad. Por último, esperar los resultados a largo plazo sin ni siquiera cuantificarlos o establecer periodo alguno es, en el fondo, eludir la responsabilidad política. ¿Quién ha evaluado los efectos de las innumerables reformas laborales que se vienen aplicando en España desde los años 80, siempre con la misma inspiración?, ¿no tienen nada que ver en el 25% de desempleo? Si es así, ¿por qué habría que esperar que la actual tuviese algo que aportar a su reducción? Y mientras tanto, ¿quién responde de los 6 millones de parados?

Jorge Uxò

Profesor de la Universidad de Castilla – La Mancha (España) Miembro del colectivo EconoNuestra