Trabajo sin ciudadanía

Sottotitolo: 
El más nacional-popular de los Derechos “cambie curso” sin que ni el pueblo ni sus representantes parlamentarios se hayan pronunciado; ni, por lo demás, los representantes sindicales, cuyo rol se redujo al de un grupo para escuchar respecto de todo lo que ha sido pre-decidido en otra parte.

 

El Estatuto[1] reconoce al trabajador más de lo que puede dar un ordinario contrato de intercambio como lo es el contrato de trabajo. Mucho más; y puede hacerlo porque transfiere al ámbito de una relación contractual entre privados el principio constitutivo de la sociedad contemporánea que hace del trabajo un pasaporte para la ciudadanía. Por esto, el Estatuto marcó un nuevo inicio. En efecto, no había sucedido jamás que el Derecho del Trabajo pretendiera recalibrar el centro gravitacional de la figura del ciudadano-trabajador, trasladando el acento desde el segundo al primero: o sea, del deudor de trabajo sobre el ciudadano.

Si es suficiente una mirada de conjunto al pasado menos reciente para darse cuenta que el Estatuto carece de antecedentes normativos, tampoco se requieren análisis profundizados para darse cuenta que en el “post Estatuto” se fue consolidando a ritmos siempre más acelerados la tendencia a re-mercantilizar el trabajo. Por esto, su Derecho ha cambiado de signo y, mientras funcionó sobre todo en la segunda mitad del siglo pasado como palanca del cambio social de signo progresista, en el nuevo siglo se está transformando en su contrario. Y ello porque el tiempo presente es el tiempo de la subalternidad a la economía de la política y de los derechos que la expresan; del ascenso no contrastado del neo-liberalismo y del melancólico declinar de las formas históricas de la representación del trabajo; del empequeñecerse de la soberanía del Estado-nación y de la globalización de los mercados, incluso el de las reglas del trabajo a cuya dinámica se debe la salvaje expansión de la deslocalización productiva gestionada principalmente por empresas carentes, como las multinacionales, para las que la responsabilidad social es un optional.

En este cuadro, el renzismo[2] aplicado en materia de trabajo no es otra cosa que la traducción dialectal del pensamiento único dominante.

Si lo defino así es porque la innovación de la que el premier es portador se refiere más al estilo de gobierno que al contenido de las decisiones adoptadas. El contenido, de hecho, es tan poco original como para homologar el Derecho del Trabajo a lo que espera el mercado. Y lo que espera el mercado es una revisión de la normativa existente a la medida de la instancia de re-legitimar la histórica asimetría de la relación de trabajo a través de la restauración del poder unilateral de mando del empleador, desestabilizando con este fin ante todo la madre de todas las tutelas exigibles  durante la relación de trabajo: la protección contra el despido injustificado. Pero lo que el mercado espera de los Estados-nación es exactamente lo mismo que se esperan de ellos las instituciones supranacionales de la Unión Europea (UE) dispuestas a cerrar un ojo, y muchas veces incluso dos, sobre la manipulación de la Carta de los Derechos Fundamentales. Verdad es que ésta última ahora ya se volvió parte integrante del Tratado Constitutivo de la Unión Europea (UE) y posee su mismo valor jurídico. 

Sin embargo, el Derecho del Trabajo que se está modificando en Europa está influido no tanto por el Derecho primario de la UE (es decir, de prescripciones jurídicamente vinculantes), sino más bien por las orientaciones de la governance europea de las políticas económicas y financieras que, maduradas por fuera de los procedimientos decisionales diseñados para el ejercicio de los poderes regulativos de la Unión, se expresan a través de actos de la más diversa naturaleza, cuyo denominador común; sin embargo, es una elevada tasa de prescriptividad respecto de los miembros del euro grupo.

Constituye un ejemplo paradigmático la obsesiva insistencia de las “recomendaciones” de la Comisión Europea de modernizar los derechos nacionales sobre la base de los parámetros propios del modelo (practicados en los países escandinavos, pero para favorecer la mitificación) re-denominado con discutible gusto literario flexicurity –el correspondiente vocablo sincopado en lengua italiana sería “flexiseguridad” y es todavía más horrible-.   Con todo y eso, en Bruselas y sus entornos el mantra gustó y gusta porque tendría el mérito de hacer intuir que es posible unir la flexibilidad (es decir, elasticidad, variabilidad, derogabilidad) del nivel de protección del trabajador cuando desarrolla su trabajo y su seguridad económica (es decir, la continuidad del ingreso) cuando pierde el trabajo.

No asombra entonces que precisamente sea ésta la perspectiva en la que se coloca la reforma renziana del trabajo. Una perspectiva de largo período, obviamente, dado que no puede ser ejecutada en dos tiempos: flexibility ahora y, por tanto, una seca reducción de los estándares protectores del puesto de trabajo en lo inmediato; mientras que la security es remitida a cuando estén los recursos para reforzar la protección de los trabajadores en el mercado. Pero el reformador de casa está igualmente entusiasta. De otro modo, no habría incomodado la autoridad y la memoria de un célebre científico polaco. Con ocasión de la aprobación del primero de la secuencia de decretos de ejecución de la llamada Jobs Act, Matteo Renzi de hecho twitteó que su gobierno ha dado inicio a una revolución “copernicana”.

El inicio consistiría precisamente en el intercambio entre un drástico debilitamiento de la tutela contra el despido ilegítimo y-sumado al subsidio de desocupación si, y en la medida en que, concurran los presupuestos- el reconocimiento al despedido del derecho de valerse de recursos públicos para estipular con una agencia de empleo un “contrato de recolocación”, que le garantizará un “servicio de asistencia intensiva” en la búsqueda de una nueva ocupación.

La estrategia es menos rica en creatividad que en criticidad sea desde un punto de vista factual , también porque en nuestro país la carencia de políticas activas del trabajo es una constante histórica, sea desde un punto de vista jurídico y, ¿por qué no?, ético-político. Hay que preguntarse de hecho cuál pueda ser la lógica de sistema que se expresa en la previsión de asignar dinero público para atenuar (algunos de los) daños provocados por comportamientos que el mismo Estado ha facilitado y respecto de los que, por medio de sus jueces, ha establecido su ilicitud. Es una contradicción que puede ser racionalizada solamente conjeturando que, según el legislador, el de despedir no es un poder más a limitar; sino al contrario, es un derecho a proteger en el interés de la colectividad. Tan es así que la misma colectividad está pronta incluso a hacerse cargo de las consecuencias de su ejercicio abusivo.

Bastaría subrayar sólo esto para poner en evidencia el mix de superficialidad y tosquedad que caracteriza el dialectismo renziano. Pero hay por otra parte y todavía peor, porque no supera el test de compatibilidad con los principios de una democracia constitucional.

La verdad es que la iniciativa del radical cambio en curso del Derecho del Trabajo ha sido tomada por los organismos dirictivos de un partido que no la habían siquiera mencionado en el programa electoral en base la cual obtuvieron la cantidad de concesiones que les permiten guiar el gobierno; que la ley de delegación fue aprobada con voto de confianza en las dos Cámaras lo que fue impuesto precisamente para comprimir y amputar el poder legislativo; que, siendo sustancialmente en blanco, la ley de delegación concede al gobierno un amplio margen de discrecionalidad.

Como decir que el más nacional-popular de los Derechos “cambie curso” sin que ni el pueblo ni sus representantes parlamentarios se hayan pronunciado; ni, por lo demás, los representantes sindicales, cuyo rol se redujo al de un grupo para escuchar respecto de todo lo que ha sido pre-decidido en otra parte.

Como es notorio, la delegación legislativa en materia de trabajo, vendida a la opinión pública con un tan insólito como indescifrable anglicismo para aumentar su encanto, se compone de cerca de doscientas líneas. Sólo un par de ellas, sin embargo, ha polarizado la atención. Helas aquí: “previsión, para las nuevas contrataciones, del contrato a tiempo indeterminado con tutelas crecientes en relación a la antigüedad de servicio” (catuc, según un acrónimo[3] que tendrá fortuna porque permite ahorrar tiempo y espacio). Puesto que la oscuridad del lenguaje no permitía escrutar las reales intenciones del legislador delegante, es plausible que las haya escrito una mano embaucadora[4] de un hombre (o de una mujer, no se sabe) con los ojos de Bambi, convencido que el art. 76 de la Constitución fue escrito sobre el agua: ¿cuál era el objeto de la delegación legislativa? ¿cuáles eran los criterios directivos?

Ahora sabemos que la reticencia era intencional: se necesitaba las manos libres y, al mismo tiempo, se necesitaba simular la disponibilidad de acoger la idea, en circulación desde hacía unos años y, en sí misma no carente de buen sentido, de que las tutelas legales son susceptibles de dilatarse gradualmente con el acumularse de la antigüedad en la empresa hasta lograr una protección plena. El mismo Europarlamento la había valorado positivamente. Las apreciaciones; sin embargo, se expresaban en el presupuesto que el tratamiento que reciben los trabajadores actuales fuese el punto de llegada para los neo-contratados. Vice-versa, el cándido como una paloma y astuto como una serpiente, legislador delegado ha clarificado que la sola forma de tutela destinada a crecer (a ritmo anual y hasta un máximo de 24 mensualidades) es la indemnización correspondiente a un caso de despido injustificado; una indemnidad que, con la serenidad de un guillotinador de cabezas empresariales, alguien apuró en redefinir asépticamente como “costo de la separación”, decolorando así la naturaleza de resarcimiento total del daño causado por un ilícito civil.

En suma, el tratamiento de los empleados actuales no será jamás adquirido porque el artículo 18 tiene los días contados: se extinguirá un poco cada vez, vez a vez que los (millones de) trabajadores contratados antes de la entrada en vigor de la reforma cesen por cualquier motivo en su actividad. Como decir que el artículo 18 se disolverá un poco cada vez, sin necesidad de abrogarlo. Lo que es menos asombroso de lo que pueda parecer porque, para suprimir una norma que sabe todavía hablarle a las plazas incluso en la versión maltratada de la ley Fornero de 2012, se requería la cara de palo para hacerlo a escondidas en un clima surrealista de ficciones y engaños. Un clima donde nada es lo que parece. Para empezar por el mismo Derecho del Trabajo. Del que de hecho está en curso una desordenada y descontrolada fragmentación promovida por un decreto ( posteriormente convertido en ley) que surge en el verano de agosto de 2011, y entonces poco antes de la caída del último gobierno de Berlusconi, el que confiere a la contratación colectiva “de proximidad”[5] la potestad de introducir, sobre la base de consensos mayoritarios de improbable comprobación, derogaciones en perjuicio no sólo respecto a la contratación nacional, sino también respecto  de gran parte del Derecho del Trabajo legislado.

Un día se sabrá con la deseable precisión lo que está sucediendo en la periferia,  con la complicidad de las víctimas más inermes ante la emergencia económica invocada para sustentar las disposiciones de la ley. Entre tanto, sin embargo, se debe registrar el tácito, pero prácticamente general consenso que ello se ha ganado. De hecho, absteniéndose de desinfectar el sistema de las fuentes de producción de las reglas del trabajo, todos los gobiernos que se avecindaron en el curso de estos años han transmitido un mensaje de este tenor: el envenenamiento de los pozos no es la criminal bellaquería que efectúan los ejércitos ocupadores antes de la evacuación; antes al contrario, es una decisión que merece respeto.

Por otra parte, la misa Cgil (Confederación General del Trabajo), después de una flébil protesta inicial, ha pactado con Cisl (Confederación Italiana de Sindicatos de los Trabajadores), UIL (Unión Italiana del Trabajo) y Confindustria (Confederación General de la Industria Italiana) que se podía vaciar la intervención legislativa lanzándola a la diplomacia como la entendía Henry Kissinger, según la cual los diplomáticos son mentiras vestidas en traje de noche.

En efecto, junto a la fastidiosa seducción a la insolencia de un legislador que se puso en la cabeza decirle a los sindicatos cómo y sobre cuáles materias pueden contratar, en la declaración hecha por las partes sociales el 21 de septiembre del mismo año encuentra un lugar el recíproco empeño a comportarse exclusivamente en conformidad a las reglas que las mismas formularon en su autonomía –hoy ensambladas en el Texto Único sobre la representación del 14 de enero de 2014. Como decir que para motivar el rechazo no han encontrado otra razón que la de reivindicar orgullosamente la prioridad de la contratación colectiva  porque tienen una concepción propietaria. Secundario, en cambio, es que en el tiempo intermedio sea puesta en riesgo la Constitución “más bella del mundo” de la cual el derecho del Trabajo ha sido, y debería ser, un instrumento de ejecución.


[1] Se refiere al Estatuto De los Trabajadores italiano, Ley 300 de 1970. N. de la Traductora.

[2] Se refiere a Matteo Renzi, presidente del Consejo de Ministros italiano desde 2014, por cuyo nombre se conoce la Reforma del año 2014 “Jobs Act” o Reforma Renzi, sobre la que trata este artículo, N. de la T.

[3][3] Catuc sería el acrónimo resultante de las primeras letras de “Contratto a tempo indeterminato a tutele crescenti”, N. de la T.

[4] El autor habla de” mano ‘Truffaldina’”, en referencia al personaje así llamado –Truffaldino-, de la comedia “El servidor de dos patrones”, de Carlo Goldoni que actúa en parte enredando y en parte estafando. N. de la T.

[5] Se refiere a la negociación colectiva de empresa o de nivel territorial, N. de la T.

Umberto Romagnoli

Umberto Romagnoli, già professore di Diritto del Lavoro presso l'Università di Bologna. Membro dell'Editorial Board di Insight.