Trabajo, retrocesos sociales y alternativas

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Los derechos sociales están transitando desde su inicial reconocimiento constitucional hasta su cuestionamiento teórico actual. No son derechos, se dice desde las teorías neoliberales, son “distorsiones del mercado”.

Tenemos la certeza de que desde comienzos del siglo XXI estamos perdiendo muchos de los elementos éticos y estéticos conquistados durante los dos siglos anteriores. La lógica del beneficio sin límite está destruyendo las bases de la solidaridad social y del orden moral que lo sustentaba.

Se está introduciendo un cambio fundacional en el constitucionalismo social consagrado tras la Constitución de Weimar de 1918. Los derechos sociales están transitando desde su inicial reconocimiento constitucional, pasando por una situación de debilidad estructural, hasta su cuestionamiento teórico actual. No son derechos, se dice desde las teorías neoliberales, son “distorsiones del mercado”.

La mistificación del mercado ha conducido a justificar las desigualdades socioeconómicas como algo natural e inevitable, trasladando la culpa de las mismas a los individuos. La narrativa oficial está instalando en la opinión pública la idea de “que si es usted pobre, es culpa suya”. Esto es algo que se expone claramente en la última película de Ken Loach, Yo, Daniel Blake.

Pero, tras esto, se oculta la realidad de que durante las últimas tres décadas, los ciudadanos hemos ido perdiendo derechos sociales, se han privatizados servicios públicos esenciales, se han precarizado las condiciones laborales y se han disminuido las rentas del trabajo en favor de las del capital. El Estado ha hecho dejación de su función de emancipación social y va abandonando a los ciudadanos a “su suerte”.

Pero el trasfondo de todo esto está en la progresiva desconstitucionalización del trabajo y en la pérdida de su carácter político. La creación del Estado Moderno como estado liberal (“estado de propietarios libres” según lo teorizó John Locke) se basó en el mito fundacional de la propiedad privada como derecho natural. Esto permitió elevar a categoría política la defensa de la propiedad privada y de la libertad contractual.

Tras las revoluciones obreras y sindicales del siglo XIX, se llega a un pacto tácito entre capital y trabajo o entre economía y sociedad. Este pacto implicó la incorporación del trabajo en las Constituciones, como derecho y su reconocimiento como categoría política. Se convierte así el trabajo y los derechos a él asociados en el eje central de estructuración de las sociedades modernas y, sobre todo, en el principal vínculo de la integración social. Los que no tenían el poder, la única manera que tenían de integrarse en la sociedad era a través de su trabajo y de los derechos a él asociados, así como los demás derechos d emancipación social (educación, sanidad, pensiones públicas..). No en vano, los DDHH nacen como límites al poder político, con los derechos e libertad, y al poder económico, con los derechos sociales.

A lo que estamos asistiendo ahora, tras la irrupción del neoliberalismo económico (con sus desregulaciones jurídicas, privatizaciones, externalizaciones laborales, automatización del trabajo etc...) es a la pérdida del trabajo como motor de estructuración de nuestras sociedades. El proceso de desindustrialización, junto con las diferentes oleadas de externalización laboral, y el tránsito del capitalismo productivo al capitalismo financiero, han roto el equilibrio societario entre capital y trabajo en favor de aquél. El capitalismo ha triunfado.

Además, se ha instalado en el imaginario social –y esto es un triunfo también del capitalismo global- la idea de que cualquier acción colectiva consciente, cuyo objetivo sea imponer cierto control social, es equivalente a totalitarismo. Ha ganado la visión liberal de que es mejor construir un mecanismo (el mercado) y dejarlo operar ciegamente, aunque nos lleve a la catástrofe ecológica y mantenga la explotación del hombre por el hombre, y a la pérdida de derechos.

Por eso es tan difícil actualmente articular movilizaciones sociales de resistencia. La sociedad se ha escindido, las clases trabajadoras están fragmentadas y los conflictos socioeconómicos se han culturizado o etnificado, haciendo que los trabajadores se enfrenten entre sí por el color de la piel o la religión trasmitida, y en la competencia por recursos públicos. Frente a lo colectivo, se ha impuesto el “individualismo de la desposesión”, del que no tiene nada, del desclasado, del empobrecido. Abocado a la lógica del “sálvese quien pueda y yo el primero”.
Alternativas:

1.- Creo que es necesario recuperar esa dimensión colectiva de los proyectos emancipadores del siglo pasado. No se trata simplemente, de una vuelta a las experiencias revolucionarias pasadas: la historia no tiene vuelta atrás. Pero sí de ser capaces de construir nuevos activismos colectivos de resistencia frente al neoliberalismo global, que no pasen por los repliegues identitarios, ni por los fundamentalismos neoconservadores y proteccionistas.

Lo cierto es, que es urgente construir políticamente nuevas utopías emancipadoras, capaces de generar esperanzas de futuro para una ciudadanía frustrada, temerosa y desesperada. Por ello, creo que el reto de la izquierda en el siglo XXI está en tomar conciencia de un cierto estado de depresión colectiva frente a la euforia capitalista neoliberal del consumo y de la producción destructiva de desigualdades. Y, sobre todo, no dejar que las nuevas derechas, los fundamentalismos religiosos y los populismos autoritarios conservadores coopten este espacio y se apropien, como parece que lo están haciendo, del discurso. La desigualdad socioeconómica está produciendo ya no sólo conflictividad social, sino conflictos políticos, y está minando las bases igualitarias de la democracia.

2.- En segundo lugar, la izquierda debe dar una batalla política y transnacional por la re-reegulación de los mercados. Establecer nuevos mecanismos de control y de límites al poder.

3.- La izquierda debería ser capaz de pilotar de nuevo la agenda social a nivel transnacional, algo que por ahora parece que está en manos de los populismos de derechas y los autoritarismos fundamentalistas.

María José Fariñas Dulce

Catedrática Acreditada de Filosofía y Sociología del Derecho Universidad Carlos III de Madrid