Sottotitolo:
No es que el trabajo ya no sea el pasaporte para la ciudadanía, muy al contrario; pero constituye una herejía jurídica pensar que el estado ocupacional que se adquiere por contrato no pueda no sacrificar el status de ciudadanía.
Abstract:
Frente a la dimensión individual el sindicato se ha encontrado siempre perplejo y ha debido sacrificarla para afirmar el valor de la solidaridad del que se considera un vehículo privilegiado. Toda la historia sindical está atravesada por un conflicto latente en el que se realiza el primado de lo colectivo sobre lo individual; un conflicto que ha dejado abundantes trazas en el derecho positivo. Se encuentra aquí la razón menos controvertida del hecho que, más allá de las intenciones, la aplicación del Estatuto ha sido desequilibrada por una autorreferencialidad del colectivo organizado que ha tenido numerosas y no siempre edificantes manifestaciones.
Basta poco tiempo para comprender que el ámbito de las dos ciudadanías ha tenido un desarrollo desigual. Es como si la exigencia de potenciar el rol institucional del sindicato-organización que representa lo total hubiera dificultado la expectativa de reforzar el rol de los representantes uti singuli. Lo que no debe sorprender, porque frente a la dimensión individual el sindicato se ha encontrado siempre perplejo y ha debido sacrificarla para afirmar el valor de la solidaridad del que se considera un vehículo privilegiado. Toda la historia sindical está atravesada por un conflicto latente en el que se realiza el primado de lo colectivo sobre lo individual; un conflicto que ha dejado abundantes trazas en el derecho positivo.
Hay un modo de entender el Estatuto que, aun exhortando a desarrollar todas las implicaciones referidas al trabajador en cuanto ciudadano, no es inconciliable con lo que, hasta ahora predominante en la cultura sindical, que promueve los intereses del ciudadano en cuanto trabajador.
Como tiene un pasado del que gloriarse, es comprensible que al sindicato le acompañe una concepción hagiográfica que hace de él el más democrático de todos los entes exponentes de la sociedad civil. A medias entre la apología y la ideología, la concepción resulta justificada por el papel asumido históricamente por la institución nacional–popular que, en el Occidente capitalista, ha hecho posible el viaje de los hombres con mono azul y manos callosas del status de súbditos de un Estado elitista al status de ciudadanos de un estado democrático pluri-clase. Por si sola, sin embargo, no es capaz de borrar un dato de la realidad: el sindicato es también y además, más a menudo de cuanto se piensa, ante todo una autoridad respecto de los trabajadores que pretende proteger. Ejercita el poder de co-determinación de las condiciones de trabajo estipulando convenios colectivos aplicables no sólo a los afiliados al mismo. Se da por supuesto que el nivel de democratización de las formas de ejercicio del poder contractual colectivo depende de la intensidad (entendida como continuidad y como incisividad) de la participación en el proceso de decisiones asegurada a los destinatarios de la normativa, los cuales, en una amplísima mayoría, son extraños a la vida asociativa del sindicato.
Ahora bien, a quien denuncia su insuficiencia, y posiblemente se duele que la izquierda no lo considere un problema, no es ocioso recordarle que la cuestión no preocupó ni siquiera a los padres constituyentes a quienes nadie puede reprochar que no hayan dado respuestas convincentes a la petición de democracia que recorría el país. Y sin embargo se daban cuenta que la generalización de la eficacia vinculante del convenio colectivo acaba por acentuar el aspecto autoritario del agente que lo suscribe. También ellos pensaban que la autoridad, donde quiera que se manifieste, no puede tener por sí misma la virtud de la democraticidad; por regla general se encuentra intrínsecamente desprovista de ella. Tanto es así que no compartieron la idea de que el sindicato sea naturaliter democrático. En efecto, valoraron la oportunidad de conectar la legitimación del sindicato para negociar con eficacia erga omnes a la confiabilidad democrática del mismo, exigiendo los indicios concordantes con la misma de la comparación de su ordenamiento interno con un presunto ideal-tipo de asociación. Este es el test que impusieron para superarlo a cualquier sindicato que, para cumplir plenamente su propia función, estuviera interesado en transformarse en un legislador privado. Hicieron de ello una condición necesaria, a diferencia de lo requerido para cualquier otra asociación, incluidos los partidos políticos, que fueron exonerados. La condición es necesaria y al mismo tiempo suficiente.
Es posible que se trate de una manifestación de irenismo constitucional. Es sin embargo excusable. Era la primera vez en la historia de Italia unida que se pretendía definir la relación entre Estado y sindicatos en un régimen democrático. El art. 39 de la Constitución italiana privilegia, entre los innumerables perfiles que pueden definir al sindicato, el que hace de él un centro privado de coproducción normativa – coproducción porque no se hacen normas sin la colaboración consensual de la contraparte – y, a la vez, reconoce al convenio colectivo (nacional, que es el que en la época de la Constituyente dominaba) el rango de fuente regulativa vinculante para la generalidad de sus destinatarios. Éste por tanto adquiere una eficacia para-legislativa en presencia de presupuestos que la ley de actuación habría debido establecer de conformidad con el enunciado constitucional.
¿Sigue siendo correcto hablar de contrato colectivo? No parece que los padres constituyentes se lo hayan planteado. Con todo, sabemos que tiene de ello sólo la apariencia y que, sustancialmente, es un hibridismo que finge la ley. ¿Se puede aún hablar de un contrato suscrito por un representante? Si, se responde, pero a condición de no ocultar que es un representante sui generis. Se parece más a un tutor que a un mandatario. En consecuencia, también el representado es sui generis. Es un sujeto con soberanía limitada, a mitad de camino entre el capaz y el incapaz.
Por otra parte si, (como es verdad) la bipolaridad del sindicato y la naturaleza dual de la negociación colectiva se traducen en una anomalía irreducible a las categorías del pensamiento jurídico estatalista que ha dado lugar entre nosotros a una persistente situación de singular a-legalidad constitucional, hay que reconocer que esta ha sido metabolizada por los autores del Estatuto de los Trabajadores.
El art. 19 del Estatuto premiaba la mayor representatividad de los sindicatos porque la asimilaba a la capacidad de organizar el contrapoder colectivo en los lugares de trabajo, pero no la consideraba una expresión del consenso efectivo de los trabajadores de la empresa. Por eso, en 1990 el Tribunal Constitucional se pronuncia por la re-legitimación del concepto – un concepto que pertenece más a la historia que a la ortodoxia constitucional – sobre la base de “reglas inspiradas en la valorización del consenso efectivo como medida de la democracia también en el ámbito de las relaciones entre trabajadores y sindicato”, y, en 1995 se celebrará un referéndum que re-escribe el art. 19 declinando la representatividad sindical en clave empresarial. En suma, la mayor representatividad era un aditivo legal adquirible a diversos niveles de la empresa y entre trabajadores diferentes de los que están empleados en ella, de hecho se mide al nivel más alto posible de centralización burocrática, el nivel confederal.
Además, es desde luego cierto que corresponde a los trabajadores de una unidad productiva tomar la iniciativa para constituir en ella la representación sindical, pero es también verdad que – una vez constituida – ésta no está vinculada a ninguna comprobación de su mandato representativo. Aunque se prevén instituciones de participación directa como la asamblea y el referéndum, el Estatuto no impone a las representaciones sindicales utilizarlas para responder a los representados. Pese a ello el Estatuto no se limitó a abrir, como se decía entonces, las verjas de la fábrica al sindicato. Y ello porque el Estatuto era y es una ley sobre dos ciudadanías. La colectiva y la individual. La del grupo organizado y la del trabajador individual en cuanto tal. El Estatuto se plantea sanar la contradicción según la cual los ciudadanos activos en el gobierno de la polis retornan al estado de súbditos frente al gobierno de su propio trabajo.
Aunque no sea común en el léxico de los juristas del trabajo, la definición tiene la ventaja de reclamar la atención sobre las directrices de la experiencia aplicativa del Estatuto y de incitar implícitamente a interrogarse sobre el funcionamiento de la cabina de mando que dirige la evolución del derecho vivo. Basta poco tiempo para comprender que el ámbito de las dos ciudadanías ha tenido un desarrollo desigual. Es como si la exigencia de potenciar el rol institucional del sindicato-organización que representa lo completo, lo total, lo general, hubiera dificultado la expectativa de reforzar el rol de los representantes uti singuli. Lo que no debe sorprender, porque frente a la dimensión individual el sindicato se ha encontrado siempre perplejo y ha debido sacrificarla para afirmar el valor de la solidaridad del que se considera un vehículo privilegiado. Toda la historia sindical está atravesada por un conflicto latente en el que se realiza el primado de lo colectivo sobre lo individual; un conflicto que ha dejado abundantes trazas en el derecho positivo.
Se encuentra aquí la razón menos controvertida del hecho que, más allá de las intenciones, la aplicación del Estatuto ha sido desequilibrada por una autorreferencialidad del colectivo organizado que ha tenido numerosas y no siempre edificantes manifestaciones. Paradigmática y posiblemente la más productiva ha sido la anexión al territorio en el que se aplica el Estatuto del vasto archipiélago de las administraciones públicas, aunque el legislador no la hubiese ordenado y, quizá, ni siquiera auspiciado, como testimonia la incertidumbre de la dicción literal del art. 37.
Por otra parte, no es solo por el apoyo dado a la presencia del sindicato en los lugares de trabajo que el Estatuto marcó un nuevo inicio. “El derecho de ser informado, consultado, habilitado para expresarse en la formación de las decisiones que afectan a su trabajo” es desde luego reconducible a la nueva generación de derechos cuya trama despliega la Città del Lavoro de Bruno Trentin. Éstos retan a la empresa a abandonar la autoridad–autoritaria y sustituirla por una autoridad basada, si no en el consenso con los gobernados, sí en la relegitimación de sí misma mediante la adecuación de sus principios de acción a los intereses extra-contractuales y extra-patrimoniales no negociables ni monetarizables cuyo portador es el ciudadano que trabaja. Sin embargo, su polivalencia es inmanente y su multidireccionalidad estructural. Es decir que con estos predicados, implican un desafío también dirigido al sindicato, que no puede obstaculizar la exigibilidad de éstos respecto de si mismo.
Por tanto la verdad es que hemos olvidado los inicios. “El proyecto de ley que mi ministerio está elaborando – había anunciado el ministro Giacomo Brodolini – “se propone hacer del lugar de trabajo la sede de la participación democrática a la vida asociativa sindical y de la formación de canales democráticos entre el sindicato y la base” No insistiré entre la separación existente entre el propósito declarado y la instrumentación efectivamente realizada, porque ya lo ha hecho Massimo D’Antona en un ensayo de 1990: “El título III del Estatuto es una ley sobre la ciudadanía del sindicato en la empresa, que se preocupa de las garantías de los representantes frente al poder de la empresa, pero no define la posición de los representados respecto de estos últimos”. Ahora, para explicar qué ha pasado y por qué, me es útil retomar una de las “reflexiones sobre toda una vida” que Vittorio Foa nos ha regalado y que solo espera ser interpretada.
“Por mucho tiempo – se lee en una de las páginas de Il cavallo e la torre – hemos visto en el obrero sólo un obrero por defender en su relación con el trabajo y por representar en sus intereses materiales, y no habíamos visto otros aspectos de su vida”. Es decir, el sindicato ha seguido atribuyendo al trabajo hegemónico de la sociedad industrial la propiedad de modelar sobre él la noción de status que se obtiene de un ordenamiento constitucional que había desplazado el centro de gravedad a la figura del ciudadano-trabajador. El referente social ya no era màs el hombre educado con una conciencia del fin nunca vista en la historia a los estilos de vida inducidos por un modo de producción que se había convertido también en un modo de pensar. Hoy se redibuja la antropología jurídica porque el sistema jurídico-constitucional aflora la imagen del individuo con sus instancias de autodeterminación frente a cualquier poder, por protector y benévolo que sea éste. Quizá por ello “nos hemos asombrado cuando no ha escuchado nuestros discursos”.
Foa razona como ex dirigente sindical, pero un jurista del trabajo podría atestiguar que también la cultura jurídica ha tardado en darse cuenta, no obstante el profundo cambio del escenario político-institucional, que la figura del ciudadano – trabajador con acento más sobre el trabajador que sobre el ciudadano, estaba declinando.
En efecto, con la complicidad involuntaria de la cultura jurídica del trabajo, el sindicato de después del Estatuto no ha percibido que el reposicionamiento del trabajo en las zonas alpinas del derecho constitucional hace pedazos una tradición de pensamiento que se formó en la “primera modernidad”, cuando, como escribe Ulrich Beck, “dominaba la figura del ciudadano– trabajador con el acento puesto no tanto sobre el ciudadano cuanto en el de trabajador. Todo estaba ligado al puesto de trabajo retribuido. El trabajo asalariado constituía el ojo de la aguja por el que debían pasar todos para poder estar presentes en la sociedad como ciudadanos con todos los títulos de tal. La condición de ciudadano derivaba de la de trabajador”.
No es que el trabajo ya no sea el pasaporte para la ciudadanía, muy al contrario; pero constituye una herejía jurídica pensar que el estado ocupacional que se adquiere por contrato no pueda no sacrificar el status de ciudadanía. Su derrota ha comenzado justo con el Estatuto que, inspirándose en la Constitución donde niega que la correlación biunívoca entre trabajo y ciudadanía pueda seguir teniendo la característica inestabilidad de una barca que carga un elefante, ha invertido la tendencia que hacía del estado ocupacional el prius y del status de ciudadanía el posterius.
Ahora, l’homme situé – como diría Alain Supiot – no puede ya sobrepasar al citoyen ni robarle su espacio. Lo que se ha dicho hasta ahora implica que el impacto del Estatuto no se agota en la prohibición dirigida al empresario de expropiar en los lugares de trabajo los derechos civiles y políticos derivados del status de ciudadanía. Presupone que se acoja una interpretación evolutiva y extensiva de la prohibición estatutaria de forma que se considere la punta de un iceberg de un tamaño descomunal. En efecto, eso no comporta solo la revisión de los criterios de racionalidad y de eficiencia productiva, lo que ciertamente no es poco y por eso ha polarizado el interés tanto de los operadores jurídicos como de los operadores sindicales y ha molestado al management. Es asimismo el input normativo indispensable para ir más allá de la concepción de la disciplina de contrato de trabajo como regulación de cuño privado-contractual y relación de mercado. Por esto, la afortunada fórmula del “sindicato de los derechos” que sintetiza con la sobriedad de un slogan el sentido del legado cultural de Bruno Trentin, ha puesto al sindicato en el buen camino. A condición que quede claro – es decir, que se sepa y se diga – que aquellos a los que se alude no son tanto los derechos de los trabajadores cuanto más bien los derechos de los ciudadanos que trabajan o que tienen derecho a trabajar.
Hay pues un modo de entender el Estatuto que, aun exhortando a desarrollar todas las implicaciones referidas al trabajador en cuanto ciudadano, no es inconciliable con lo que, hasta ahora predominante en la cultura sindical, que promueve los intereses del ciudadano en cuanto trabajador. Es cierto que el Estatuto no hace obligatoria la directiva hermenéutica que familiariza a interpretes y operadores con una gramática y una sintaxis poco conocidas como las que anteponen la figura del ciudadano-trabajador a la del trabajador–ciudadano. Pero tampoco puede impedirla. En todo caso, “por estatuto de los derechos de los trabajadores”, como anticipaba Giacomo Brodolini, hay que entender “un complejo orgánico de iniciativas (…) encaminadas a facilitar el desarrollo de la personalidad de los trabajadores”. Es decir, un Nuevo Mundo que espera aún a su Colón.
En efecto, nada diferente de esto tenía en mente quien escribe: dar luz a lo que el Estatuto de 1970 implícitamente, pero no oscuramente, señala. No sólo la necesidad de la ley sobre la representación sindical que aun no existe, sino la prescripción en parte de sus contenidos. Por ello, el relator de la ponencia legislativa al Parlamento llamado a aprobarla deberá tener la humildad de confesar que se trata sencillamente de reemprender un discurso interrumpido y de completar un proyecto. Y, con el candor de Massimo Trosi, deberá también decir: Perdonad el retraso.