La cultura jurídica frente a la ley llamada Jobs Act *
Sottotitolo:
Siempre que la situación lo permite, el legislador está inmediatamente dispuesto a plasmar en modelos de comportamiento jurídicamente vinculantes el tipo ideal de trabajador dependiente soñado por los empleadores. Conozco muchos juristas que desde siempre han sabido, y nunca han perdido de vista, que el del trabajo es un derecho que del trabajo ha tomado por convención el nombre, pero sólo en parte también las razones, y por lo tanto es del trabajo no más de lo que al mismo tiempo es del capital. Siempre han sabido, y nunca han perdido de vista, que la ambivalencia es una característica estructural inevitable del derecho del trabajo en la medida en que es instrumento de emancipación y al mismo tiempo de represión. Siempre han sabido, y nunca han perdido de vista que, precisamente por esto, los compromisos alcanzados a lo largo del tiempo son modificables: la disputa permanece constantemente abierta, probablemente no se cerrará nunca y el último compromiso también será objeto de renegociación. Gérard Lyon-Caen decía que el derecho del trabajo “c’est Pénélope devenue juriste”. En consecuencia, no puede ser el retroceso en la tutela del trabajo lo que hace vacilar a la cultura jurídica contemporánea. Las causas son otras y se relacionan con el ocaso de una democracia agotada. Siendo así, resulta traumático el hecho de que, tal y como acertadamente se ha puesto de manifiesto en el orden del día de la reciente Asamblea General de la FIOM[2] en la que se declara que “el gobierno actual lo ha decidido sin que hubiera habido un mandato político explícito – fue elegido por medio de una maniobra maquiavélica – y, en sede parlamentaria, recurriendo en muchas ocasiones al chantaje del voto de confianza”. Por ello, es comprensible que la misma Asamblea haya obligado a la FIOM a que consulte “a las personas que nunca han podido dar su opinión y que hasta el momento no han sido escuchadas” para verificar el grado de consenso para impulsar iniciativas de referéndum dirigidas a derogar las reformas normativas menos tolerables. Y tales son sin duda aquellas, diseminadas en los varios decretos legislativos del año 2015 reunidos bajo el (dudoso) anglicismo escogido como chaperon (Jobs Act) de la ley de delegación del año 2014, con el objetivo de proteger el interés del empresario de poder contar con una mano de obra no sólo dócil y obediente, sino también dispuesta a identificar su propio interés con el interés empresarial. Se dirá que se trata de una expectativa que constituye un reflejo de la ética originaria de los negocios. Sin embargo, a pesar de su primitivismo, no ha perdido la centralidad que le ha atribuido a lo largo del tiempo una compacta elaboración jurisprudencial. Como es sabido, la jurisprudencia corporativa dio lo mejor de sí abonando el terreno ya labrado previamente por la jurisprudencia de los “probiviri “[3], en la cual hunden sus raíces algunos de los conceptos básicos con elevado contenido ideológico de los cuales se habría apropiado el Código Civil de1942: el trabajador tiene la obligación de colaborar con el empresario, de no traicionar su confianza y de serle fiel. En efecto, la expectativa contenida en este conjunto de normas no sólo no se debilitó sino que consiguió afianzarse. Así lo puso de manifiesto hace no muchos años el jefe de una multinacional en una carta dirigida a los empleados de los establecimientos situados en Italia. En esta misiva les informaba de que, a causa del carácter despiadado de la competencia internacional, el empleador está en guerra con el resto del mundo; les instaba a que ellos se consideraran como soldados de trincheras y les advertía de que, en tal situación, no toleraría actitudes críticas ni, mucho menos, actos de indisciplina. Si se admite el hecho de que este tipo de expectativa se ha generalizado entre la clase empresarial de forma permanente, sería un grave error limitarse a señalar que dicha expectativa es hija de un “sueño prohibido” en el sentido en que esta expresión es entendida por el lenguaje común. Así pues, no estamos ante el producto inocuo de la fantasía de un deseo, ni siquiera de una alucinación. Por el contrario, este sueño empezó a hacerse realidad en la legislación promulgada en Italia durante el período fascista bajo los auspicios de la “Carta del Lavoro” publicada en 1927 en el Boletín Oficial y a la cual los juristas del régimen dictatorial asignaron el rango de una super-ley. ¿Y ahora qué? Ahora – a pesar del Tratado de Niza y hasta de las Declaraciones Internacionales de Derechos Humanos – la legislación de los Estados miembros de la UE ha re-mercantilizado el trabajo y ha restablecido el poder unilateral de mando del empleador dentro de su empresa, bien incrementando sus facultades para despedir bien restringiendo las posibilidades de los trabajadores de poder ejercer la tutela judicial de sus derechos de manera que el sueño prohibido tiene todavia la legitimidad jurídica d’antan, sin que haya necesitad de poner trabas a las organizaciones sindicales ni criminalizar la huelga, sino bajo el respeto de las formas democráticas. Pero, un respeto tan solo formal. En efecto, dadas las actuales condiciones, nadie puede tener seguridad absoluta acerca de la real adhesión a la idea de derecho del trabajo que se desprende de la legislación vigente. Al fin y al cabo, sólo algo menos de la mitad de los ciudadanos ejerce su derecho al sufragio activo y mucho más de la mitad de los trabajadores no puede o no sabe hacerse oír por los sujetos legitimados para llevar a término la negociación colectiva; una multitud de jóvenes atrapados en la precariedad y de irregulares en la economía sumergida nunca ha logrado establecer contacto con la legislación que tutela las condiciones de trabajo. De hecho, es por estos motivos por los que la gestión política de la crisis económica ha podido convertirla en un nuevo episodio de la lucha de clases en la que, también esta vez, quienes se encuentran en una posición de superioridad han intentado desviar los efectos de la crisis hacia los más débiles: y por el momento están teniendo éxito ya que los diques de contención han sido destruidos y los espíritus salvajes[4] del capitalismo han conseguido desbordarse. Cómo decir que, siempre que la situación lo permite, el legislador está inmediatamente dispuesto a plasmar en modelos de comportamiento jurídicamente vinculantes el tipo ideal de trabajador dependiente soñado por los empleadores y, como consecuencia de ello, por muy prohibido que pueda estar, ese sueño deja de ser ilegítimo. He aquí la razón por la que resulta paradójico que los actuales mandatarios políticos de la UE acusen de ser conservadora la cultura juridica contraria a la recuperación de una concepción del derecho del trabajo muy similar a la que se mantenía latente en las profundidades de los ordenamientos laborales de ámbito nacional, empezando por el ordenamiento italiano, que jamás ha querido des-fascistizarse en serio. Por ahora, es un lugar común la idea de que el derecho del trabajo del siglo XX, después de haber suscitado las más grandes esperanzas, sólo las haya satisfecho parcialmente. Por ello, a pesar de estar preocupados por la ruptura de su paradigma, tenemos la obligación de elaborar uno nuevo. Ahora bien, es en una situación dificil come ésta cuando entran en escena, y con gran exito, los “facilitadores” ¿Se acuerdan de Pulp fiction? Es una película muy famosa de Quentin Tarantino. En ella, en un momento de dramática incertidumbre, aparece un enigmático personaje que ante un asustado John Travolta se presenta de este modo: “soy el señor Wolf y soluciono problemas”. Y ésta es justamente la cuestión: también nosotros nos hemos encontrado con muchos personajes de este tipo. Algunas veces aparecen sin haber sido llamados. A menudo, sin embargo, son requeridos y generosamente compensados. Estoy pensando, por poner un solo ejemplo, en el destacado miembro de la cultura jurídica italiana que sugirió a Sergio Marchionne que aprovechara la versión del artículo 19 del Statuto dei Lavoratori resultante de un referéndum del 1995 que permite premiar al sindicato de empresa “que colabore con el patrón” (sin que por ello llegue a resultar aplicable el art. 17 del Statuto dei Lavoratori, que demoniza a los sindicatos “amarillos”) y, simultáneamente, expulsar de la empresa al sindicato disidente. Por supuesto, el Tribunal Supremo ha estimado que la interpretación literal constituye una auténtica aberración que vulnera la garantía constitucional de la libertad sindical. A pesar de ello, el apartheid de la organización sindical FIOM en el interior de los centros de trabajo que la multinacional FCA tiene en Italia no ha cesado, contando con la complacencia de los otros sindicatos. El hecho es que la sentencia no es más que una esquirla de la ley sobre la representación sindical que no existe. ¿Es posible extraer alguna enseñanza de este asunto? Yo diría que sí y es la siguiente: reconsiderar el derecho del trabajo es algo que se debe hacer; sin embargo, hay que resistirse a la tentación de utilizar “facilitadores” sub specie de devotos del desguace, capaces de proponer la abolición de los semáforos si los accidentes de tráfico no se consiguen reducir en la medida esperada. He comenzado hablando de un sueño prohibido en sentido figurado y, sin embargo, legítimo: es decir, compartido por el legislador italiano ante- e post-constitucional. Se me podría objetar que en el año 1948 ya había empezado a levantarse la madrugada que, como dice una famosa canción, a muchos les pareció que sería capaz de llevarse el sueño consigo. Pero no basta con afirmar que, una vez que el art. 1 de la Norma Fundamental hizo del trabajo el fundamento del Estado, su derecho adquirió ya la mayoría de edad. Hay que tener presente que al mismo derecho le ha sido negada la chance de demostrar hasta dónde podía llegar. Es decir, que aunque la Constitución ha dado lugar al inicio de una nueva etapa del ordenamiento jurídico-laboral, constituiría un error hacer demasiado énfasis en ello. La verdad es que esa nueva fase tuvo un final precoz. En efecto, el derecho del trabajo nunca ha dejado de residir en territorios frecuentados asiduamente y solo por juristas que según su mono-cultura el trabajo habría llamado a la puerta de la historia del derecho para envolverse en el cellophane de las categorías técnico-conceptuales del derecho de los contratos entre privados. En realidad, el propio Statuto dei Lavoratori – el cual ha representado la primera ocasión en que el derecho del trabajo ha entrado en edad adulta y ha podido expresar sus propósitos con inusitada libertad expresiva – será interpretado generalmente como la confirmación de la bondad de una línea de continuidad cultural que – en cambio – se encontraba ya agotada: buena prueba de ello es el desmantelamiento del que está siendo objeto en los últimos tiempos la misma normativa estatutaria. A tenor de lo anterior, los juristas –aunque en realidad, no tantos – que tras la II Guerra Mundial esperaban la aparición de un derecho del trabajo conforme y a la altura de la Constitución, lo que realmente hicieron fue sentenciarlo, al presentarlo ante la historia como un derecho con un gran futuro por delante, a pesar de estar convencidos de que no sería así. Ésta constituye una contradicción de fondo sobre la que es necesario indagar para poder llegar a explicar por qué, a pesar de todo, continuaron atribuyendo al derecho del trabajo una potencialidad que no poseía ni podía llegar a tener dado su carácter esencialmente compromisorio –sobre todo en una situación de permanente (excepto durante breves períodos de tiempo) desequilibrio en las relaciones de poder. Tal contradicción era debida a una imperfección óptica derivada de su formación cultural y su propia biografía. Era, en efecto, una especie de estrabismo que les llevaba a mirar a otra parte, y a pensar en otra cosa, aunque hablaran de derecho del trabajo. Es decir, el objeto del discurso les instaba a valorar la conexión con la acción, que ellos juzgaban como beneficiosa, de sus artífices y garantes y – por efecto de un trasnfert no sólo ni siempre subliminal – atribuían al derecho del trabajo el mismo carácter de signo positivo virtualmente sin límite que atribuían a los partidos políticos de izquierda y a los sindicatos. Eran precisamente éstos quienes, asegurando al trabajo una representación con estructura binaria idónea para ponerlo en condiciones de competir con el capital, habían conducido hacia la madurez “su” derecho. Un derecho cuya estrecha vinculación con la realidad social, ante la imposibilidad de ejercer una actio finium regundorum capaz de trazar sus límites de forma clara, quizás no lanzara al intérprete a una militancia, pero sí le impedía ocultar su adscripción política, fuera ésta de izquierdas o de derechas. En este contexto no constituye un mero dato anecdótico el hecho de que yo, en el año 2000, haya dedicado a Gino Giugni, el cual a menudo decía de sí mismo: “no sé si soy un jurista al servicio de la política o un político al servicio del derecho”, un escrito titulado Elogio del compagno professore. Ni tampoco constituye un hecho secundario que en el intento (por lo demás, conseguido) de hablar de su experiencia existencial, un intelectual del ámbito jurídico como Luigi Mariucci realizara en su revista una confesión de una franqueza inusual: “para mí el derecho del trabajo ha sido un sustituto de mi inclinación a la política”, pero “ha funcionado como puede funcionar la metadona en un tóxico-dependiente”. De cualquier modo, en este momento, de la izquierda política se habla como del joven que se ha ido al frente y nadie conoce su suerte ya que no volviò màs a casa: de él se dicen muchas cosas, excepto que ha caído combatiendo heroicamente. Mientras, desde la residual representación social surge – no sólo debido a limitaciones propias, sino también (como sucede en Italia) a causa de sus confrontaciones internas – un confuso rumor que no puede llegar a traducirse en una idea capaz de alumbrar el camino de transición que está recorriendo el trabajo y su derecho. Por eso, la cultura jurídica de la izquierda parece afectada de afasia, mientras que la cultura jurídica de la derecha se vuelve más locuaz y, ya que la platea en la cual puede hacerse escuchar crece a simple vista, es natural que encuentre motivos para sentirse satisfecha. Aun así, tampoco le conviene alzar demasiado el nivel de su auto-estima ya que no constituye mérito suyo que el fideísmo de ayer de la cultura jurídica de izquierdas se haya transformado en el semi-paralizante catastrofismo de hoy. El hecho es que la propia cultura jurídica de derechas sería menos escuchada, y ni siquiera existiría ya, si no se hubiera producido “el obstruccionismo” de la mayoría (como decía Piero Calamandrei) que legitimó el bloqueo sine die de la Constitución de la República, reduciendo así la percepción popular acerca de la bondad de sus principios y de su sistema de valores. * [1] Traducción del italiano realizada por María Luisa Martín Hernández [2] Se refiere a la Federazione Impiegati Operai Metallurgici, que es el Sindicato de Trabajadores del Sector Metalúrgico, integrado en la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL), y el más antiguo de los sindicatos de trabajadores de la industria italiana (nota de la traductora). [3] Eran jueces no togados eligidos para formar una jurisdicción especial que operó a caballo entre el siglo XIX y XX. [4] El autor utiliza la expresión “spiriti animaleschi”. Como es sabido, la expresión spiritus animalis fue utilizada por Keynes en su libro más influyente y conocido (Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero) para explicar las conductas irracionales del capitalismo (nota de la traducción). Umberto Romagnoli
Umberto Romagnoli, già professore di Diritto del Lavoro presso l'Università di Bologna. Membro dell'Editorial Board di Insight. |