Excepcionalidad política y neoliberalismo

Sottotitolo: 
El llamado impeachment de la presidenta Dilma Rouseff significa la alteración de los resultados derivados de la elección por sufragio universal, mirando à crear una situación de excepción permanente en un cuadro politico de tipo neoautoritario y antisocial. 

Desde el inicio de la crisis del euro en el 2010, en Europa se han elaborado y aplicado una serie de políticas llamadas de “austeridad” coordinadas y dirigidas por un conglomerado de instituciones políticas y financieras que se sitúan fuera de la arquitectura estable y orgánica de la Unión Europea: la Troika. El principal efecto y el objetivo central de estas políticas de austeridad ha sido el de desmantelar las garantías estatales y colectivas del derecho del trabajo y reconfigurar en clave meramente asistencialista las estructuras de la Seguridad Social, impedir las inversiones y el gasto social de los servicios públicos de la enseñanza y la sanidad, entorpecer la actuación del Estado mediante la reducción de los efectivos de los empleados públicos y de sus salarios.

La gobernanza económica se caracteriza además por su antisindicalidad, tan propia de la ideología neoliberal que la alimenta, degrada las garantías del trabajo como forma de disolver el poder y la presencia sindical, rompe la capacidad general de representación de sindicato al intentar entorpecer el derecho de negociación colectiva y reducir la tasa de cobertura de la misma, impide la capacidad de interlocución con el poder público y sepulta el diálogo social, además de finalmente reprimir la capacidad de presión y de intimidación que el sindicalismo posee a través principalmente de la huelga y del derecho de manifestación pública. Grecia, España, Portugal primero, luego Italia, Bélgica y ahora Francia se sumergen en ese mismo pantano. Y la situación se prolonga también idéntica en el este europeo.

Pero lo más significativo  - y quizá en lo que menos se ha reparado - es que han conseguido imponer una situación de excepción que justifica la emanación de normas de urgencia sobre la base de la excepcionalidad económica que deroga elementos esenciales de los derechos democráticos reconocidos con carácter fundamental en las respectivas constituciones nacionales  y en una serie de Tratados internacionales sobre derechos humanos que vinculan a los Estados miembros, y hace ineficaz la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Esta situación de excepción no se materializa mediante un acto o decisión del Estado que declara formalmente tal alteración sustancial del sistema de derechos, sino que se produce de manera informal, por la vía de hecho, a través del forzamiento de los canales institucionales ordinarios – la utilización exorbitante de la legislación de urgencia en manos del gobierno, la suspensión permanente de los mecanismos de participación democrática y del diálogo social con los sindicatos, etc. – y se refuerza mediáticamente mediante el dominio tendencialmente completo de la información que conforma la opinión pública.

Si se pudiera sintetizar, cabría decir que el modo de actuar de las fuerzas del privilegio económico en esta crisis ha sido el de degradar los mecanismos democráticos y su anclaje social mediante el empleo de una situación de excepción permanente que los vacía de contenido y anula su eficacia a la vez que los sustituye por elementos de tipo autoritario y antisocial que se quieren estabilizar como el nuevo cuadro de referencia político. La situación de excepción impide que funcionen los mecanismos garantistas de la democracia y fuerza de esta manera  una transición a un modelo neoautoritario de relaciones laborales que se quiere afianzar de forma permanente, comprometiendo en este nuevo horizonte de sentido a las grandes fuerzas políticas europeas, de centro derecha y centro izquierda, que impulsan y aseguran la llamada gobernanza económica europea.

Este modus operandi es el que se está produciendo en Brasil, de una forma más tosca y descarada. La teorización de la situación desde la afirmación de que se ha creado un verdadero estado de excepción ya la ha realizado lúcida y fundadamente Tarso Genro en un artículo – “Do direito e da exceçâo dentro do ajuste” – publicado en el número 1 de la Revista de Derecho Social Latinoamérica. El llamado impeachment de la presidenta Dilma Rouseff significa simplemente la alteración de los resultados derivados de la elección por sufragio universal de esta persona, rehusando por la fuerza los resultados de esta elección.

Dilma Rouseff,  por tanto, no debería haber vencido las elecciones. Los brasileños deberían haber elegido al candidato que lideraba la coalición de centro-derecha. Este era el designio del poder económico-financiero en Brasil, que se correspondía con la necesidad de dar un giro político definitivo en todo el continente sudamericano, y en especial en los dos grandes actores económicos y políticos de la zona, Argentina y Brasil.

En Argentina, en gran medida merced a los errores del kirchnerismo en la selección de candidatos y la conocida patrimonialización del espacio público por el peronismo, los pronósticos del conglomerado económico-financiero se cumplieron, y lograron la victoria de Macri y su gobierno repleto de CEOs de las correspondientes multinacionales. En Venezuela, el sistema chavista se encuentra fuertemente debilitado pese a su presidencialismo, ante la victoria de una oposición eficientemente unida desde la extrema derecha hasta una parte del centro-izquierda, que le ha arrebatado el control del parlamento. Son bien conocidas las dificultades del gobierno democrático de Ecuador, y la legitimidad de Evo Morales en Bolivia se encuentra muy deteriorada, tras la pérdida del referéndum.

En Chile, el programa de reformas de progreso de Bacehelet se estrella una y otra vez con una oposición post-pinochetista que tiene sólidos aliados en el interior del bloque mayoritario de gobierno, y reproduce los esquemas básicos del neoliberalismo autoritario que se impuso en materia económica y social en la transición a la democracia. Perú se desliza hacia un posible escenario electoral en el que la sombra del fujimorismo y su autoritarismo político y social es una amenaza muy presente, y Colombia, paradójicamente, abre un espacio de debate político democrático interesante con la posible transición que lleve consigo las conversaciones de paz y los esfuerzos por la reinstalación de los combatientes en un tejido social lacerado por el neoliberalismo, la privación de derechos sindicales y la guerra. Frente a ese panorama, sólo Uruguay, con la nueva victoria del Frente Amplio y Brasil, con la re-elección de Rouseff, expresaban el consenso mayoritario de los ciudadanos respecto de las políticas de progreso y de emancipación social en un contexto global especialmente contrario a las mismas.

Pero Brasil es en si mismo un continente y su peso específico en materia económica y en el contexto internacional, algo decisivo. Sucede además que el modelo de desarrollo económico y social que éste país había ido construyendo en los dos períodos de presidencia de Lula (2002-2010) y en el primer cuatrienio de Dilma (2010-2014), estaba posiblemente agotado, y la capacidad del PT de generar un nuevo diseño de las políticas de reforma y de transformación social, se encontraba paralizada entre la división interna en este Partido entre sus sectores social-liberales y los que por el contrario mantenían, de manera más inteligente, la necesidad de dar un salto en la estrategia de reforma.

Esta paralización interna del PT ha permitido, tras las últimas elecciones, una contra-ofensiva de los sectores que habían perdido las mismas, de manera que a través de una estrategia de movilización social orientada mediáticamente, pudieran recuperar no sólo la iniciativa política – obligando al gobierno Dilma a concesiones importantes en su política económica – sino a algo más importante, la ablación de esta mayoría democrática conseguida mediante el peso de los votos de las clases subalternas, a fin de cuentas superior numéricamente. Un resultado que debía revertirse.

Este es el momento de la excepcionalidad política que permitiría la recuperación del poder político y la implantación de un diseño económico y social sometido a las decisiones directas de los mercados financieros que pudiera poner en práctica una transición a un esquema neoautoritario y liberal de forma decidida. En esa situación por tanto, se subvierten los fundamentos democráticos y se “liberan” los aparatos estatales que pueden comprometer más directamente la libertad personal y la imagen pública sin pasar por la lucha política: la judicatura y la policía.

A partir de un plan minuciosamente ejecutado, el elemento central de la acusación que permitiera la reversión del resultado democrático era la denuncia de la corrupción del PT – que había ya tenido importantes precedentes en años anteriores, estando Lula de presidente - , la complicidad con la misma de la presidencia de la república y, de manera muy especial, la implicación del ex presidente Lula en la misma, cuestión fundamental puesto que es conocido que la popularidad de éste y su capacidad de liderazgo impediría, si se presentara como es seguro en las próximas elecciones, la victoria de un nuevo candidato conservador. De tal manera que, a través de las investigaciones sobre los vínculos entre la gran compañía estatal de combustible, Petrobrás, y una serie de dirigentes del PT en una amplia operación de lavado de dinero, surge la acusación explícita a Lula de que posee un ático espectacular en Sao Paulo, como fruto ilícito de cohechos y sobornos de la compañía.

La operación es dirigida a través de un juez que la inicia, en Curitiba (Paraná), que en sus propios autos se identifica con el sujeto providencial que puede acabar con Lula como en Estados Unidos se acabó con Nixon en el Watergate, y que desarrolla toda una serie de acciones claramente vulneradoras de las garantías que debe rodear a cualquier proceso penal de imputación a una persona, desde la conducción forzada, mediante enorme despliegue policial, a declarar al imputado, cuando éste se podía perfectamente personar voluntariamente, hasta la autorización de las escuchas telefónicas del ex presidente con sus abogados y con la propia presidenta de la República, en plena privación de la intimidad.

Estas actuaciones penales, con la plena adhesión del aparato policial, están retroalimentadas por una impresionante campaña de opinión que lleva a cabo el grupo mediático más importante del país – O Globo – que a su vez mantiene una importante tensión movilizadora mediante la convocatoria de actos de repulsa a la corrupción e impresionantes manifestaciones en donde ya abiertamente se pide no sólo la dimisión – el impeachment – de la Presidenta (tramitado en la Cámara de Diputados en diciembre del 2015), sino directamente la declaración de un estado de excepción que gestionen las fuerzas armadas y revierta la decisión democrática que eligió a Dilma Rouseff.

El diseño mediático-policial, es acompañado por las fuerzas políticas de la oposición, pero no lo protagonizan, apareciendo correctamente como comparsas de una operación de la que pueden beneficiarse, pero sólo cumpliendo el rol de legitimar a posteriori el golpe blanco que organiza y dirige el complejo económico-financiero brasileño. La inestabilidad política que normalmente se analiza como un elemento negativo para la economía no parece importar ahora, cuando la inestabilidad proviene de una amplia operación de desestabilización democrática.

El clima de odio entre ciudadanos – muy teñido por un prejuicio de clase y de raza – forma parte de este diseño, y da por supuesto que la resistencia del PT y de las clases populares puede quebrarse. Sin embargo, las manifestaciones del 18 de marzo en todo el país – una marea de color rojo, frente a la que ostentaba los colores amarillo y verde de la bandera nacional que distinguían las efectuadas el día 13 del mismo mes contra la presidenta Dilma y por el procesamiento del ex presidente Lula y, más en extenso, contra el propio Partido de los Trabajadores – pusieron de manifiesto que la mayoría democrática tiene todavía un fuerte arraigo de masas.

Pero el inicio del procedimiento de destitución de la Presidenta dio inicio en una tumultuosa sesión del Parlamento el 17 de abril que ha sido muy comentada por la prensa internacional y que, por las características específicas con arreglo a las cuales se desarrolló, ha ofrecido serias dudas sobre su propia validez y viabilidad en términos democráticos. Visto desde el exterior, esa sesión parlamentaria resultó un baldón democrático para un Estado como el brasileño, que ha gozado de una autoridad moral innegable en la construcción de las estructuras democráticas que le rigen.

El esperpento valleinclanesco que consiste en la inculpación de la presidenta por todos aquellos diputados que tienen abiertos procesos por corrupción, comenzando por el deleznable presidente de la Cámara, unido a las incomprensibles afirmaciones de creencias religiosas expresadas con un fanatismo insólito, por no hablar de la orgullosa reivindicación de la tortura y de la dictadura militar, ha causado un daño enorme a la imagen internacional de la nación, que aparece deformada en el espejo grotesco del fascismo social que estas intervenciones ponen de manifiesto y que trasladan al conjunto de la sociedad.

El juego no ha terminado. La situación de excepción está en marcha y va avanzando conforme a un plan bien establecido. Está claro es que el diseño desestabilizador es eficaz y está generando un clima de enfrentamiento civil extremadamente fuerte, que sin embargo no se conoce en su complejidad ni se explica por los medios de comunicación de cobertura global, ni particularmente por los medios españoles, siempre proclives a reproducir la visión de sus colegas brasileños, y por tanto a alimentar el proyecto político que quiere deslegitimar y revertir el resultado electoral que llevó a la presidencia de la República a Dilma Rouseff. Es cierto que Brasil no es Honduras – recordemos el golpe que desalojó al presidente Zelaya del poder y lo sustituyó por gobiernos títeres que han procedido a la vulneración sistemática de los derechos humanos en aquel país – pero el diseño de golpe blanco – la destitución de la Presidenta, su sustitución por otra autoridad del Estado y la tutela militar y policial de esta reversión democrática – es muy semejante.

Cuando la presión mediática ha sido más fuerte, en perfecta sincronía con la acción policial, se han producido numerosos asaltos a las sedes sindicales y del PT, cuyos militantes están en estado de alerta defendiendo sus locales reunidos en asamblea. Es en los espacios institucionales donde se ventila ahora el siguiente paso del combate. La destitución no debe ser permitida, y si se produce, la disolución de las cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones debería ser el paso coherente con esta situación. Para que un proceso electoral democrático puede recomponer los fundamentos institucionales del sistema. Para que la situación de excepcionalidad política no logre forzar la transición hacia un modelo autoritario y neoliberal desarticulando las resistencias colectivas que se le oponen.

Antonio Baylos

Catedrático de Derecho del trabajo. Universidad de Castilla-la Mancha
Co-Editor Insight.
www.baylos.blogspot.com
antonio.baylos@uclm.es