Sottotitolo:
El nueve ataque a la regulación vinculante del despido.
El trabajador puede legítimamente dimitir en todo momento sin ni siquiera decir por qué. Pero, si es despedido, puede obligar al empresario a que convenza al juez de que el despido es justificado y, si este no es capaz de hacerlo, será indemnizado. Es lo que he enseñado a mis estudiantes durante muchos lustros. Pero no antes del año académico de 1966-67. En efecto, fue en julio de 1966 cuando una ley rompió con una larga tradición jurídica, codificada en 1942, según la cual para extinguir el contrato de trabajo bastaba la voluntad de una de las partes, con la única obligación de preavisar; aunque el despido sea una medida que, mientras para quien realiza puede ser incluso un capricho, para quien lo sufre puede ser un drama.
Probablemente, sin embargo, durante el año académico 2011-2012 los estudiantes de los cursos de derecho del trabajo deberán metabolizar conceptos sensiblemente diversos. En efecto, parece inminente la revisión de la legislación vigente que presumiblemente equiparará la libertad económica del empresario a la libertad personal del trabajador a su servicio, en la medida en que el despido tendrá un tratamiento más próximo al previsto para la dimisión y menos penalizante que el actual.
Esa proximidad no exige la abrogación del art. 18 . De hecho, ahora es impropio colocarla en el centro de la reforma; como por el contrario sucedió hace diez años, cuando la norma estatutaria recibió los dardos del gobierno Berlusconi por su dureza sancionatoria, que (como es sabido) toca el punto más alto con la reconstrucción, no solo formal de la relación de trabajo sino con la efectiva reintegración del trabajador sustituible por una indemnización de 15 meses a elección del trabajador injustamente despedido. Esta vez, no. La agresión no viene propuesta en estos términos. En parte porque es una insensatez desafiar de nuevo la ira popular y en parte porque en estos 40 años de experiencia se ha comprendido que la readmisión del trabajador injustamente despedido no es en absoluto automática: o es espontánea o no es.
Si se mira bien, el ataque a la regulación vinculante del despido ha cambiado de dirección. No es ya la radicalidad del aparato sancionatorio el dato normativo a eliminar. Más bien es la radicalidad de la revocación de la licencia para despedir sancionada en la ley del 1966. En realidad esta es la ley que desarrollando los input de la preexistente contratación colectiva interconfederal en el sector de la industria, prohíbe los despidos impuestos no solo por motivos ligados a comportamientos del trabajador reconducibles a “notables” incumplimientos contractuales, que el léxico jurídico define como “subjetivos”, sino también por motivos “inherentes a la actividad productiva, a la organización del trabajo y al regular funcionamiento de la misma”, que el mismo léxico define “objetivos”.
La extensión de la prohibición y la indeterminación de su formulación textual lo transforman en un vínculo destinado a retroactuar sobre la gestión de la empresa y, por lo tanto, a chocar con la garantía constitucional de la libertad de iniciativa económica, pero no es que la disposición legal sea anticonstitucional. Puesto que, según la constitución, la libertad de empresa “no puede desplegarse en contra de la utilidad social”, es pura ideología sostener que el despido –solamente porque sea impuesto por motivos objetivos- sea en si socialmente útil. Usado para hacer cuadrar las cuentas de la empresa, se constituye como el resultado de un cálculo de conveniencia que el empresario efectúa contrastando la utilidad económica de mantener al trabajador y las ventajas que le procuran su despido.
Pero, de acuerdo con lo pensado por los autores de la ley del 1966, toca al juez -¿y a quien si no?- establecer la entidad del sacrificio que razonablemente impone a la empresa. Por esto los reflectores han estado siempre apuntando a la aplicación que los jueces hacen de la ley limitativa del despido.
Para apreciar de modo pleno el impulso que han tomado los propósitos revisionistas, de los que hoy están llenas las crónicas, con la mirada puesta en la praxis jurisprudencial, es suficiente referirse a la indulgencia de la casta empresarial (y de sus abogados de confianza) hacia la disposición legislativa de 2001 que consiente “la adición de un término a la duración del contrato frente a razones de carácter técnico, productivo, organizativo”. Sin embargo, también aquí se está en presencia de una definición legal del motivo justificado de la predeterminación de la duración del contrato de trabajo que, como en el caso del motivo justificado de despido, deja al juez una amplia discrecionalidad valorativa de resultado incierto. Aunque el efecto limitativo de aquella norma no puede decirse que se haya debilitado por el filtro judicial, se está de hecho produciendo bien sea porque el fenómeno de la precarización está alimentado por una impresionante cantidad de contratos estructurados de diverso modo por la ley de 2003 como alternativa a la figura clásica del contrato a término, bien sea porque son muchos los factores que impiden a los precarios acudir al juez, muchos más de los que pueda tener un trabajador despedido. En suma, el contencioso judicial relativo a la licitud de la imposición de un término final a la relación de trabajo, cuantitativamente inferior al de la controversia en materia de despido, no preocupa.
Esto significa que también la presión para re-regular el despido sería menos violenta si no hubiese decisiones acumuladas de los jueces (del pretor de provincia hasta la casación) que se las ingenian –con la sabiduría empírica de que son capaces y el patrimonio de conocimientos de que disponen- de buscar un aceptable equilibrio entre la tutela del interés de los ocupados a la conservación del puesto de trabajo y el interés del empresario a reducir los costes empresariales. Por esto, todo el problema nace del hecho de que la casta empresarial esperaba que la magistratura se limitase a aceptar la coherencia del nexo de causalidad entre la motivación del despido y la decisión de despedir, convalidando la valoración hecha por la empresa. Viceversa, ha asistido con creciente frustración a la formación de una orientación tendencialmente hostil a la idea de que despedir por motivos “objetivos” sea una medida de adecuación automática a las exigencias objetivas que solo la empresa es capaz de evaluar. Es decir, la jurisprudencia es considerada un obstáculo a la llamada flexibilidad de salida porque es propensa a considerar injustificados los despidos que, aún siendo adoptados por motivos objetivos, se han decidido sin tomar en adecuada consideración el interés sacrificado.
Una actitud de este tipo –hija de una concepción de la libertad de empresa alejada de la cultura tecnocrática dominante- no ha agradado jamás a los gobiernos Berlusconi, los cuales han comenzado pronto a manifestar su contrariedad: en principio en el Libro Blanco de 2001 y, de seguido, creando un conjunto de incentivos para la composición extrajudicial de los litigios de trabajo que expresa una incomprensible desconfianza hacia los jueces. En esta dirección va una norma contenida en el chapucero paquete legislativo denominado “ collegato lavoro” (relacionado con el trabajo) aprobado por el Parlamento en 2010, en donde se afirma que “en todos los casos en los cuales las disposiciones legales contengan clausulas generales” –como en materia de despido o de contratación de trabajadores a tiempo determinado y, en general, de “ejercicio de poderes de dirección”- “el control judicial queda limitado exclusivamente a la comprobación del presupuesto de legitimidad y no puede extenderse al análisis de fondo sobre valoraciones técnicas, organizativas y productivas que competen al empresario”. Con este tono, tan profesoral y fuera de lugar, se imparte a los jueces la directiva hermenéutica de imitar el íter argumentativo querido a los sofistas: “post hoc ergo propter hoc”.
Se puede también ironizar sobre el deseo del legislador de condicionar el proceso de formación del convencimiento del juez a fin de privilegiar a priori uno de los intereses en juego. Va dado, sin embargo, que la estrategia de deslegitimación y marginación del papel de los jueces (no solo) del trabajo, teorizada en la era berlusconiana, ha gozado siempre de consensos políticos transversales y son tantos los que comparten que, si se quiere en serio que el papel de estos jueces sea sustancialmente de estilo notarial, es necesario establecer netamente que el asunto del despido por causas “objetivas” quede fuera de cualquier control. No por casualidad el gobierno Monti mira con simpatía un proyecto de ley (que no es del Partido Democrático, pero está en la operación) presentado por un grupo de parlamentarios del PD (el primer firmante Pietro Ichino), donde se prefigura un singular acto civilmente licito y, no obstante esto, productivo de daños en alguna media resarcibles: como, por ejemplo, el despido por motivos “objetivos” que se convierte así en un instrumento ordinario y normal de gestión de la empresa fuera de control. En efecto, también este es un modo de celebrar la apología de la escuela de pensamiento que predica “más sociedad, menos Estado”. Un Estado cuyos jueces tienden a considerar el despido una extrema ratio, cohonestándolo solo si se persuaden que no hay otra alternativa.
Si al final viene a la luz esta especie de salvoconducto judicial de una de las más significativas manifestaciones del poder de directivo empresarial, la primacía de la empresa en la sociedad será reconfirmada y el proceso de restauración de la autoridad patronal acelerado. Pero sería arbitrario, porque la constitución atribuye al conjunto de los componentes de la Republica – sin exclusión alguna- la tarea de “promover las condiciones hacen efectivo el ejercicio del derecho al trabajo”: entre los cuales está comprendida una verificación del correcto ejercicio del poder de despedir.