El futuro no serà el que una vez fue
Sottotitolo:
El Derecho del Trabajo ha perdido la brújula que históricamente ha orientado su evolución. Los juristas no han aprovechado el potencial transformador —el trabajador ante todo como ciudadano— de la Constitución italiana y del Estatuto italiano de los trabajadores. En “Agáchate, maldito”, película rodada por Sergio Leone en 1971, uno de sus protagonistas —no recuerdo si las palabras fueron pronunciadas por el simpático ladrón -villano o por el terrorista irlandés que quiere huir sobre todo de sí mismo— en un determinado momento, dice: “Donde hay revolución, hay confusión y, donde hay confusión, alguien que sabe lo que quiere tiene mucho que ganar”. Se trata de una frase que expresa bien la idea del derecho del trabajo, ahora que los gobernantes de los países europeos en los que nació hace más de cien años están destruyendo su estatuto epistemológico. Solamente una situación de emergencia como la actual puede explicar la creciente frecuencia de las preguntas que muchos me presentan: “¿dónde va el derecho del trabajo? ¿a qué fin atenderá? ¿tiene todavía un futuro?”. No puedo ocultar que la pregunta me resulta tan gratificante como embarazosa. Me halaga, de hecho, pensar que caminantes obligados a transitar en la oscuridad esperen de mí el milagro que permita ver mejor. A fin de cuentas, asumo con naturalidad que haya podido extenderse la voz de que el título de profesor emérito de derecho del trabajo me corresponde por usucapión, puesto que de él me ocupo desde hace más de medio siglo y porque soy uno de los miembros más antiguos del star-system académico de los juristas-escritores de mi país. Sin embargo, y al mismo tiempo, la pregunta me preocupa, porque sé que mis interlocutores se darán cuenta rápidamente de que pueden hacer de la autoridad que (por su bondad) me atribuyen un uso patéticamente impropio. En realidad, pueden servirse como los borrachos se sirven de las farolas: no por la luz que de noche brilla sobre las calles, sino por lograr mantenerse en pie. En efecto, los juristas del periodo postconstitucional han consentido y, conscientemente o no, han colaborado en el deterioro de la brújula que, incluso en los peores momentos, ha orientado la evolución del derecho del trabajo y ahora no son capaces de otra cosa que formular hipótesis de retorno al primitivismo de los orígenes. Habrá, tal vez, una especie de atajo para simplificar, pero no sería antes de todo más que una manera arrogante de dar por cerrado un ciclo histórico completo para rediseñar la identidad del derecho del siglo XX más eurocéntrico con el propósito de hacerlo más compatible con el horizonte cultural predominante. La brújula fue fabricada por los torneros que confeccionaron la Constitución, cuyo artículo 3 expresa un rechazo del orden existente y, al mismo tiempo, el compromiso de superarlo. Ni siquiera la Constitución de Weimar, que ha sido de muchas maneras el referente para la italiana, se atrevió a juridificar la tensión dialéctica existente entre igualdad formal e igualdad sustancial de la que, no casualmente, el propio derecho del trabajo daba testimonio. Cómo decir que, si la italiana es una Constitución sincera, se lo debe a su art. 3: o sea, a su precepto más importante, así considerado también por Piero Calamandrei quien igualmente detestaba las llamadas normas programáticas. Después de haber proclamado que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, el precepto no duda en admitir que no se trata de una verdad, como por otra parte todos pueden constatar cada día; y no será verdad hasta que la República no haya eliminado “los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país”. Al respecto, a lo largo del tiempo se cuentan muy pocas fracturas o rupturas. La elección de fondo ha sido preferir el buril al hacha, aceptando a beneficio de inventario la herencia del derecho preexistente, dado que la pésima reputación del de cuius obligaba a adoptar algunas cautelas. Es una elección permisiva y, al mismo tiempo, temeraria. Permisiva porque la República implícitamente ensalza la capacidad profesional de los operadores jurídicos para aprender sutiles distinciones de las cuales se beneficiarán ampliamente los más interesados en la restauración de carácter conservador. Simultáneamente, la elección es temeraria en la medida en que expone la Constitución al riesgo de quedar deslegitimada; y no sólo porque flotará en medio del vacío normativo, sino también y sobre todo porque su inaplicación se caracterizará por un falso lanzamiento a escenarios construidos por una jurisprudencia que se limita a refrescar el maquillaje del derecho colectivo del trabajo dejando inalterado el individual, en el cual puede reconocerse la impronta de la jurisprudencia de la época corporativa. La cual, sea dicho, había dado lo mejor de sí fertilizando el terreno en el que se hunden las propias raíces de algunos conceptos-base de alto impacto en el imaginario jurídico contenidos en el Código Civil del año 1942: el trabajador tiene la obligación de colaborar con el empleador, de no transgredir la confianza, de serle fiel y obedecerle en silencio. Por ello, los juristas del trabajo menos insensibles a las novedades introducidas por la Constitución y más cercanos al movimiento sindical se dedicarán a la descontaminación del tejido normativo y disecarán los ánimos paternalistico-autoritarios sedimentados por la experiencia jurídica precedente. El éxito de la operación es altamente meritorio, y puede ser juzgado satisfactorio a condición de compartir o perdonar sus límites, siendo el principal de ellos la prudencia con la cual la doctrina, la jurisprudencia ordinaria y la jurisprudencia constitucional atienden la indicación virtualmente anti-sistema procedente del art. 3 de la Constitución que pone el foco en las contradicciones estructurales de una sociedad capitalista y de sus características relaciones de producción. ¿Qué sentido tiene, deben haberse preguntado muchos, elevar una enorme piedra para hacerla caer luego sobre los pies? Como si el derecho del trabajo no tuviese la capacidad de evolucionar de la misma manera con la que nació: a través de decisiones* más que mediante leyes. Digamos ahora la verdad: sin el mayo francés de 1968, sin la lucha estudiantil en el breve período de su máximo desarrollo y sin el otoño caliente de 1969, sin el estatuto de los trabajadores de 1970, difícilmente los juristas (y señaladamente los iuslaboralistas) habrían notado que se estaba reproduciendo la igualdad en la desigualdad. En particular, el legislador estatutario propagó la idea de haberse producido un big-bang: no sólo porque prestaba un robusto apoyo a los sindicatos en, y frente a, la empresa contradiciendo una prolongada tradición del pensamiento jurídico-político que demonizaba el conflicto colectivo, sino también porque prohibía al empresario perseguir al trabajador que sospechaba le hubiese robado, indagar sobre su forma de vida y sus propias opiniones, de discriminarlo por cualquier motivo. Por tanto, una mirada de conjunto sobre el pasado que dejaba atrás sería suficiente para poner de manifiesto cómo el estatuto carecía de antecedentes normativos. En efecto, contenía las premisas necesarias para producir un violento giro en la evolución del derecho del trabajo. Tal evolución debería no haber estado tan polarizada sobre el intercambio contractual de utilidad económica. No tan dominada por la exigencia de regular los comportamientos del trabajador dependiente de conformidad con los estándares de prestaciones impuestas sobre el trabajo organizado. Debería haber estado más atenta a los valores extra-contractuales y extra-patrimoniales de los que el trabajo es portador. En sentido inverso, a la exhortación del legislador estatutario a repensar las conexiones que se establecen entre trabajo y ciudadanía se ha hecho oídos sordos: tan solo Massimo D’Antona intuyó que, para el derecho del trabajo, era “una cuestión de redefinición estratégica”. Por ello, el estatuto encierra una virtualidad no realizada en la medida en que ha desanimado a la empresa más de lo que haya podido empujar al sindicato. ¿Y ahora qué? Hay quien dice que el tiempo se ha acabado. El estatuto tiene 45 años, así lo ponen de manifiesto todos aquellos que reclaman su desguace. Razonan así tan solo porque son prisioneros de un silogismo. Premisa mayor: el estatuto cierra un ciclo de lucha obrera de la cual la historiografía habla como del “segundo bienio rojo”. Premisa menor: la referencia del estatuto era la fábrica fordista. Ergo, el estatuto es obsoleto. El silogismo es falso y la deducción que se efectúa una necedad, porque el estatuto no ha condicionado su razón de ser a un modo de producción históricamente determinado. Se reconecta en cambio con valores de carácter permanente y universal, cuya vulnerabilidad al contacto con los intereses de la empresa se simbolizaba en el fordismo, pero que deben ser protegidos independientemente de las variaciones del modelo dominante de producción y organización del trabajo. Por tanto, la verdadera razón de la petición de desguace del estatuto hay que buscarla en otra parte y es ésta: perdida la representación política, el trabajo tan sólo dispone de una pendenciera representación sindical más débil que antes. Sin embargo, existe un Nuevo Mundo que está todavía esperando su Cristóbal Colón. Que no obstante no puede zarpar porque, a su vez, está a la espera de poder encontrar (al menos) una carabela. Traducción realizada por Margarita I. Ramos Quintana. * El autor utiliza el término “giudizi”, que tanto puede significar apreciaciones como valoraciones, calificaciones o decisiones. Todas ellas son susceptibles de ser utilizadas en el sentido que el autor otorga a dicho término. Umberto Romagnoli
Umberto Romagnoli, già professore di Diritto del Lavoro presso l'Università di Bologna. Membro dell'Editorial Board di Insight. |