El derecho del trabajo después del seísmo global

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En un mundo transformado por la globalización de la economía, es impensable replantear el trabajo en las formas , moldeadas a partir de la industria fordista. Tal vez la tutela del ciudadano-trabajador se ha desplazado del segundo término al primero.

En un mundo transformado por la globalización de la economía, es impensable replantear el trabajo en las formas , moldeadas a partir de la industria fordista. Tal vez la tutela del ciudadano-trabajador se ha desplazado del segundo término al primero.

La monografía de derecho del trabajo más importante publicada en la segunda mitad del Novecento italiano, hace 56 años para ser exactos, comienza con estas palabras: “El derecho del trabajo, desde hace más de diez años, vive en situación de espera” de una ley sindical orgánica. Una ley que no había de llegar nunca; de hecho Gino Giugni, el autor de la monografía, debería haber tenido un éxito inigualado de público y crítica precisamente por haber sido el primer jurista italiano en adivinar que lo provisional estaba destinado a convertirse en permanente, y desde esta premisa haber teorizado que al derecho sindical y laboral de su país le iba a tocar celebrar la apología de los procesos de juridificación espontánea. 

Noto con desánimo que no se ha escrito aún una monografía de derecho del trabajo con un inicio de este tenor: “El derecho del trabajo, desde hace más de veinte años, vive en situación de espera de su muerte anunciada”. Bien mirado, sin embargo, el desánimo no está justificado. A fin de cuentas, la condición en la que se encuentra hoy el derecho del trabajo no es una novedad. El derecho del trabajo siempre ha sido algo comparable a un edificio situado en una zona de alto riesgo sísmico, porque siempre se ha visto obligado a confrontarse con lógicas de mercado capaces de derribarlo. Con todo, las dificultades que ha encontrado no han parado de crecer; hasta el punto de que muchos empezaron a preguntarse cuánto tiempo faltaba para su demolición, ya bastante antes del final del siglo que había visto su afirmación. Por tanto, y dado que el seísmo devastador que lo ha golpeado en estos últimos años y en todos los países de la Unión Europea ha estado precedido por numerosas señales, lo mínimo que se puede decir es que las alarmas han sido infravaloradas. Y sé muy bien por qué. El hecho es que las señales de alarma eran filtradas por un diafragma constituido por actos de fe perfectamente especulares y simétricos al catastrofismo del actual desencanto.

De hecho, si las primeras veces que viajé como visiting professor a las universidades de América latina tenía razón al creer que había realizado un viaje más a través del tiempo que en el espacio, me equivocaba en cambio cuando imaginaba haber entrado en contacto con el pasado remoto de lo que debía ser considerado el más eurocéntrico de los derechos nacionales. Era al revés, desembarcaba en su futuro próximo en el mismo lugar de su elección. Por eso, en ocasión de viajes más recientes, tener en el bolsillo el billete del vuelo de retorno no me ha proporcionado ya la tranquilizadora sensación que experimentaba en los años ochenta. Esa sensación – de la que hoy me avergüenzo –, derivada de un sentimiento de superioridad que rozaba la fantasía, se alimentaba de la certeza de que aquel ticket me iba a permitir regresar a un rincón del planeta donde el derecho del trabajo que enseñaba a mis alumnos no sería nunca maltratado: no podía ni debía ser maltratado.

El clima social que se ha formado gradualmente durante la sacudida sísmica que ha afectado al derecho del trabajo es la resultante de una mezcla de apatía, desconfianza, resignación, conformismo, miedo. Miedo, sobre todo

El efecto de los terremotos, con todo, no se agota en los montones de ruinas que dejan detrás y que es preciso retirar. También lanzan un desafío. Es el desafío de la reconstrucción. En efecto, “reconstruir” es la palabra de orden que resuena después de cada terremoto. Esa palabra, concebida como un imperativo moral, responde a la exigencia de tranquilizar a unas gentes espantadas. En nuestro caso, el clima social que se ha formado gradualmente durante la sacudida sísmica que ha afectado al derecho del trabajo es la resultante de una mezcla de apatía, desconfianza, resignación, conformismo, miedo. Miedo, sobre todo. El de quien, expuesto al chantaje del empleador, encuentra aceptable incluso un trabajo que implica una explotación escandalosa.

La oposición abiertamente conflictual es, en cambio, débil e intermitente.

Es intelectualmente honesto reconocer que el desafío de la reconstrucción ha encontrado a todos desprevenidos. En primer lugar, a los representantes institucionales del trabajo. A la izquierda política le ha sucedido lo que al soldado desaparecido en combate: unos dicen que ha muerto como un héroe, y otros que ha desertado. Por su parte, los sindicatos se recluyen en el interior de un horizonte corporativo de empresa y redescubren, acaso con los temblores del neófito, la conveniencia de formas de participación subalterna que un recentísimo acuerdo entre la Confindustria y las mayores confederaciones sindicales considera la expresión de una “cultura del compromiso paritario de los trabajadores en la organización del trabajo” (sic). ¿Y los juristas?

Bueno, los juristas del trabajo no están menos desorientados. Lo cual no es maravilla: ya antes habían demostrado carecer de la cultura de la emergencia sísmica que indica cómo hay que comportarse cuando llega la sacudida telúrica; ¡no digamos ahora, que es necesario reconstruir!

El hecho es que muchos de ellos acarician la idea de que es posible reconstruir el derecho del trabajo donde y como era. Pero descontextualizar la forma del derecho del trabajo del siglo XX para poder reproducirla igual en lo desigual, es hacer metahistoria.

El derecho del trabajo del siglo XX no se habría formado con las características que hemos conocido (ante todo, uniformidad e inderogabilidad) si el modo de producir en la fábrica fordista no se hubiera impuesto además como un modo de pensar, un estilo de vida, un modelo de organización de la sociedad en su conjunto

El “dónde” no puede ser ya el de la época en la que el pueblo de los hombres de mono azul y manos callosas transitó desde la condición de súbditos a la de ciudadanos. No puede serlo porque la globalización de la economía ha desterritorializado el sistema de sus fuentes de producción, borrando literalmente los confines de los Estados-nación, cada uno de los cuales está destinado a ceder cuotas crecientes de soberanía democrática a la business community de nuestros días, que es la heredera de la societas mercatoria medieval.

No es más realista la propuesta de reconstruir el derecho del trabajo tal como era.

Son dos las componentes fundamentales del derecho del trabajo del siglo XX. De la primera se deduce que este último no se habría formado con las características que hemos conocido (ante todo, uniformidad e inderogabilidad) si el modo de producir en la fábrica fordista no se hubiera impuesto además como un modo de pensar, un estilo de vida, un modelo de organización de la sociedad en su conjunto. De la segunda, que el derecho del trabajo no habría asumido la forma triunfal que pudo exhibir de sí mismo durante el “largo momento socialdemocrático de la Europa de la segunda posguerra”, si la Rusia soviética no hubiese atemorizado al Occidente capitalista, orientándolo a mostrarse tolerante respecto del reformismo de las fuerzas políticas y sociales que preconizaban un derecho a la medida del hombre.

Por consiguiente, tanto el tránsito a la sociedad postindustrial como la implosión de la URSS han empujado a multitudes de comunes mortales que, para ganarse la vida, se ven obligados a trabajar por cuenta ajena, a adentrarse en un gigantesco proceso de mutación antropológico-cultural cuyo signo conclusivo más evidente ha sido la reducción de la distinción entre derecha e izquierda a las categorías del código de circulación. A todo ello, además, se debe añadir el hecho de que tampoco el capitalismo es el mismo de la edad de la industrialización. Se ha financiarizado y, al pasar de las economías de escala a las economías de gama en un mercado globalizado, ha provocado cambios tanto en el mismo trabajo como en la concepción que tenemos de él. Ahora, perdidos su perfil identificador y la unidad espacio-temporal que tenía en el pasado, tampoco es ya el mismo de antes. Al trabajo cultural y políticamente hegemónico de la sociedad industrial le ha sucedido la galaxia de los minitrabajos. Minúsculos. Heterogéneos. Precarios.

Tanto el tránsito a la sociedad postindustrial como la implosión de la URSS han empujado a multitudes de comunes mortales a adentrarse en un gigantesco proceso de mutación antropológico-cultural cuyo signo conclusivo más evidente ha sido la reducción de la distinción entre derecha e izquierda a las categorías del código de circulación

Dicho de otro modo: la estrategia inspirada en el principio de reconstruir el derecho del trabajo tal como era, da por descontado algo que no lo está en absoluto. Presupone que todos los discursos (el jurídico incluido) pronto o tarde recomenzarán en el punto en el que quedaron interrumpidos, como si el círculo virtuoso de interacción entre economía y democracia practicado en los “treinta años gloriosos” de la Europa del siglo XX hubiese caído en un estado de latencia provisional, al modo del tramo subterráneo de un río cárstico. Presupone que, con el cese de la huelga de inversiones sin precedentes que ha debilitado el sistema productivo, la economía real recuperará la centralidad que tenía antes. Presupone que el volumen de la producción aumentará y creará nuevo empleo, cuando en el plazo medio-largo la perspectiva es, si no exactamente un declive, sí el crecimiento cero; y en cualquier caso la innovación tecnológica devorará puestos de trabajo, creando otros nuevos en menor medida. Presupone que el trabajo ocasional, de usar y tirar a conveniencia, es un fenómeno transitorio y la expansión de la Uber economy o de la economía “voucherizada” podrá ser detenida con prohibiciones legales, por importantes que puedan parecer estas.

Nadie, sin embargo, conseguirá nunca convertir el empeoramiento generalizado de los estándares protectores relativos al ciudadano en tanto que trabajador, en un pretexto para anular el pasaporte que permitió acceder al status de la ciudadanía del que ha sido artífice y es hoy garante la constitución. Más probable es que se extienda la percepción – que de hecho aflora ya en las distintas y aún confusas propuestas de una renta mínima de ciudadanía – de la necesidad de reajustar el centro de gravedad de la figura del ciudadano-trabajador, trasladando el acento del segundo término al primero: o sea, desde el deudor de trabajo hacia el ciudadano en cuanto tal. En el lenguaje de los ingenieros-arquitectos que cuentan con cierta familiaridad con la cultura de la emergencia sísmica, se podría hablar de una relocalización del derecho del trabajo.

La cosa es explicable. Si el trabajo industrial llegó al apogeo de su emancipación en el momento en que las leyes fundamentales de las democracias contemporáneas hicieron de él la fuente de legitimación de la ciudadanía, la sociedad de los trabajos y los derechos de ciudadanía pertenece también a quien busca trabajo y, pese a tener tal vez un derecho a él constitucionalmente reconocido, no lo encuentra; a quien lo pierde tal vez injustamente, y a quien, más por necesidad que por elección, tiene muchos trabajos y todos distintos. Dicho de otro modo: no todo es reversible, y es justo reconocer que el punto de no retorno lo estableció precisamente el derecho del trabajo del siglo XX, al proponerse a sí mismo como un derecho a la medida del hombre.

Sentadas así las cosas, la alternativa que angustia al pensamiento jurídico-político se perfila con bastante claridad. O se contenta con racionalizar el renacimiento del derecho que toma su nombre del trabajo como derecho de una transacción de mercado, o incluso como derecho del mercado de trabajo tout court, y basta; en cuyo caso se limitará a elaborar esquemas cognitivos según los cuales el intervalo de tiempo que ha separado el inicio de la disciplina, cuando solo existía el derecho del contrato de trabajo, de su final como derecho del trabajo, representa una fase que se clausura.

Será indispensable que el pensamiento jurídico-político se provea ya desde ahora mismo de antenas que le permitan elaborar la estrategia necesaria para rechazar las amenazas contra la democracia a la que tiene derecho el trabajador en tanto que ciudadano, y para asegurar a esta última la vitalidad que tal vez nunca ha tenido

O bien, desmintiendo el axioma de que el fin reconduce siempre al inicio y el principio anuncia el camino futuro, considera que el formidable cortocircuito determinado por el encuentro del derecho del contrato de trabajo con las constituciones post-liberales y, señaladamente, con la autonomía colectiva en un marco de libertad sindical garantizada, va a continuar produciendo efectos a través de vías y de modalidades acordes con las radicales transformaciones sufridas por la sociedad, y mantendrá a pesar de todo su capacidad para confrontarse – en los límites de lo posible – con la hegemonía cultural dominante. En tal eventualidad, sin embargo, será indispensable que el pensamiento jurídico-político se provea ya desde ahora mismo de antenas que le permitan elaborar la estrategia necesaria para rechazar las amenazas contra la democracia a la que tiene derecho el trabajador en tanto que ciudadano, y para asegurar a esta última la vitalidad que tal vez nunca ha tenido.

(Traducción de Paco Rodríguez de Lecea).

Umberto Romagnoli

Umberto Romagnoli, già professore di Diritto del Lavoro presso l'Università di Bologna. Membro dell'Editorial Board di Insight.