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Relacionar estas categorías resulta a primera vista algo forzado para un jurista del trabajo. Reflexionando un poco, la relación es más clara.
A los efectos que aquí interesan, hay que tener en cuenta tres significados de la palabra corrupción en relación con la noción de democracia. La primera hace referencia a una actividad delictiva de especial desvalor social, la segunda a la política que favorece la actividad o conducta delictiva haciéndola compatible con las instituciones democráticas. La tercera, plantea un contexto de degradación de la capacidad de mediación institucional de la política democrática. Se dirá algo de cada una de estos tres significados.
Como actividad delictiva, la corrupción es una conducta en la que destaca la utilización en provecho propio del poder público, o el incumplimiento en beneficio privado de las reglas que disciplinan el ejercicio correcto de las prerrogativas en el ejercicio del poder. Se trata de una categoría en aumento que tiene perfiles jurídico-penales y también ético – sociales. Son muchas las conductas que reúnen estas características, pero entre ellas son típicas las maniobras ilegales para la financiación de los partidos políticos, la utilización de la especulación inmobiliaria para el lucro privado, las comisiones para adjudicar contratos a las empresas públicas o en un proceso de licitación de concursos públicos, la creación de empresas pantalla para desviar fondos públicos o en general el clientelismo electoral aprovechando medios públicos. Se trata de fenómenos en impresionante aumento en estos últimos años, aunque siempre en estos casos hay que recordar que el incremento tiene que ver también con la visibilidad del fenómeno antes oculto y la mayor capacidad del sistema para reprimir estas conductas.
Este tipo de corrupción reúne dos características. Ante todo, la separación entre el momento de su conocimiento e información al público a través de los medios de comunicación y su inserción institucional como acto reprimido por el poder del Estado, en un proceso de judicialización de este proceso de incriminación. Lo que lleva aparejada la importancia acentuada del momento informativo, que es un momento privado, gestionado desde los parámetros ideológicos de las empresas editoras de los medios de comunicación de que se trate, que se confronta, paralelamente, con la dilación genérica del momento enjuiciatorio, lo que permite que se perciba socialmente una situación de impunidad de la corrupción en la esfera pública.
Es clara la utilización en clave ideológica del momento de la “denuncia” informativa, lo que produce la resignificación mediática de la política como hábitat natural de la corrupción. Allí anida también la utilización de este discurso en clave antisindical, asimilando a estos fenómenos las subvenciones obtenidas para la formación ocupacional, o las indemnizaciones del patrimonio sindical, o en fin, la concentración de crédito horario en lo que la prensa llama “liberados” sindicales. Se trata no obstante de una parte del discurso antisindical en circulación que no constituye el núcleo central del mismo, pero que si lo acompaña y lo refuerza.
La corrupción aparece además como elemento compatible con las instituciones democráticas. No es una paradoja que coincida un enorme desprestigio de la política como ámbito de consecución de intereses privados y, simultáneamente, que en los procesos electorales que se han realizado, los políticos corruptos – procesados – sean refrendados mayoritariamente por la población.
Se produce la asimilación del espacio de la política a un peculiar espacio de mercado – aunque de acceso restringido – en el que se busca la obtención de un lucro personal – individual o de grupo - en el contexto de un suministro de servicios a la comunidad como ejercicio de funciones públicas.
En España este hecho tiene mucho que ver posiblemente con una cierta comprensión desviada del pacto implícito en la transición democrática de la dictadura a la democracia. Es sabido que la amnistía hizo ingresar en una sola dimensión la cancelación de conductas delictivas tipificadas como tal bajo el franquismo y luego reconocidas como derechos democráticos en la Constitución, junto con la renuncia a remover los hechos y conductas lesivas de los derechos humanos fundamentales plasmadas en los crímenes de la guerra civil, las torturas y los asesinatos de Estado. La ley de Memoria Histórica del 2007 pretendió extender la reparación económica y moral a estos supuestos, pero su aplicación está siendo ralentizada y dificultada, incluso con episodios de clara indicación autoritaria como el procesamiento del magistrado Garzón.
En cualquier caso, en la continuidad franquista no revisada entraba de forma no visible la corrupción como elemento caracterizante de la actividad de los grandes grupos económicos cuya relación con el poder político estaba dirigida a la obtención de posiciones de ventaja en el mercado. Es decir, que en la dictadura, el espacio de la política era un espacio cerrado, hermético a la participación popular, como terreno de asignación de posiciones de ventaja de todo tipo, económicas, sociales y laborales, también a través de la represión de la resistencia obrera. Esta visión se difuminó y quedó como en letargo en los primeros años de la transición, ante el auge de una cierta conflictividad más difusa y el enfrentamiento complejo de los actores sociales y políticos en ese primer período.
Pero a partir de 1986, con el ingreso en la OTAN y la consolidación de la “modernización” española de aquellos años, se despierta de su breve sueño de piedra y comienza a andar cada vez más adelante y con mayor determinación, a partir de los tiempos de la modernización capitalista y del “pelotazo”. Se ponen en práctica políticas públicas que favorecen esta apropiación de la política por los intereses privados individuales o grupales, y el propio modelo de crecimiento económico basado en la especulación inmobiliaria, incentiva y extiende estos fenómenos.
Actualmente se puede diagnosticar, en fin, un contexto de degradación del espacio público – democrático que favorece la erosión de los derechos sociales primero e, inmediatamente, de los propios derechos democráticos de participación ciudadana. Las líneas de tendencia señaladas lo promueven. Tanto la percepción de la política como ámbito “natural” de concreción de interés privado de quienes se dedican a ella, definidos ahora como “profesionales de la política” o “clase política”, como la definición de éste ámbito como un peculiar espacio de mercado para la obtención de un lucro personal, que se define además por su hermetismo y su refracción a cualquier participación popular, auto administrado por grandes grupos de interés económico, se confirman como expresiones sociales que se corresponden con los hechos sucedidos con las reformas del 2010 – 2011 en el marco de la crisis del euro.
La fuerza normativa directa de los mercados financieros sobre los distintos gobiernos periféricos de Europa y la tutela de las instituciones reguladoras de los mercados (FMI y BCE) sobre las autoridades europeas, exigiendo la adopción de “reformas estructurales” se inserta sin dificultad en las tendencias culturales e ideológicas que han fomentado las políticas de corrupción. Las reformas estructurales se imponen como programa a todos los gobiernos sea cual sea su orientación política, socialistas o conservadores, que metabolizan en su acción de manera unánime, la lógica neoliberal.
Como resultado se produce una reacción de doble dirección. La mediación institucional que cristaliza la participación popular a través de las elecciones políticas se considera ineficiente o inútil porque el proyecto de reforma social y de vigencia de derechos de ciudadanía que pretende agrupar suficientes consensos en torno a una mayoría social de progreso, se ha desvanecido al transformarse en su contrario y hacer suyo el programa neoliberal como un destino inexorable. Por ello de un lado se produce una clara separación entre las expectativas ciudadanas respecto de las figuras de la representación política, simbolizada en el lema del movimiento 15 –M:”no nos representan”, porque la democracia representativa y el mecanismo electoral se conciben como un instrumento separado de las necesidades populares, al servicio de los grandes grupos de interés económico. Y esta impresión se confirma con el incremento de los beneficios de los grandes bancos y la naturalidad con que se otorgan bonus y generosas indemnizaciones y pensiones a todos los dirigentes financieros, incluidos aquellos cuya gestión ha hecho necesaria la inyección de fondos públicos para salvar esas entidades, mientras se exigen sacrificios importantes al resto de los ciudadanos.
Pero esta separación funciona también a la inversa, generando el desapego o la desconfianza de los gobiernos respecto de los ciudadanos. La vicisitud de la reforma constitucional española por la que se incluyó en el texto constitucional el techo del déficit público es emblemática, puesto que no sólo se incorpora un dogma acuñado en Mont Pélegrin desde hace tanto tiempo, sino que el real objetivo del acuerdo entre los dos grandes partidos democráticos del gobierno y de la oposición fue el de evitar la participación democrática de los ciudadanos refrendando en las urnas la medida. Como también el ejemplo griego, anunciando un referéndum sobre las condiciones de rescate de la deuda que provocó la airada reacción de las autoridades monetarias europeas anunciando la revocación del préstamo si se producía el referéndum, demuestra la existencia de un proceso de expulsión de las garantías e instrumentos democráticos de la gestión de la política, que se ha saldado además con la eliminación de la escena política del gobernante que tuvo la audacia de proponer la consulta popular.
La reducción de los derechos sociales, el progresivo desmantelamiento controlado de aspectos importantes del modelo social europeo, se consideran correctamente como un fin directamente perseguido como forma de enriquecimiento de los poderosos y de acentuación de las desigualdades a través de la acción política de gobierno. Es un fenómeno gigantesco de expoliación de los estándares sociales de los ciudadanos en beneficio de los grupos financieros en donde se produce una inversión perversa según la cual lo público es privado y da nombre a un espacio que tendencialmente afirma la desigualdad, y que paulatinamente se acompaña de un proceso de reducción de derechos de participación democrática. Se suele presentar además de manera intencionada como un fenómeno inmodificable, especialmente mediante la entrega de la representación a los actores políticos principales a través del mecanismo electoral.
Hay sin embargo señales muy consistentes de resistencia social y política.. En primer lugar, la reivindicación de la transparencia de la acción política, la democratización de los procesos electorales y la exigencia de incorporar nuevos instrumentos de participación ciudadana y colectiva. Estos puntos están hoy en el centro del debate político de la izquierda, tanto política como social, al punto que se han incorporado posiblemente de manera definitiva al proyecto de reforma que se quiere movilizar en las elecciones políticas primero, pero también más allá de este circuito electoral. Con independencia de lo que suceda en España en las elecciones del 20 de noviembre, la obediencia a los dictados del BCE o del FMI estará asegurada en los términos en que estas instituciones lo exijan, pero sin embargo es posible que se produzcan en Europa en tiempo próximo ciertas mutaciones políticas electorales que sustituyan los gobiernos conservadores mayoritarios ahora y den una oportunidad a las medidas de control político de los mercados, una política económica común y reformas eficaces en orden a la creación de políticas europeas progresistas en materia fiscal y hacendística. Por último la reorganización de la resistencia de los sujetos sociales, en donde el sindicalismo tiene un protagonismo evidente, y que acelera fenómenos de movilización social en torno a un proyecto autónomo de ordenación social que se contiene no sólo dentro de las fronteras nacionales, sino que se despliega en una mayor coordinación europea y global.
La resistencia al estado de excepción económico que degrada y reduce derechos sociales y democráticos es cada vez más amplia. Es una actuación de los sujetos sociales que se resiste a permitir la degradación continua de la autonomía de la política y el debilitamiento de la sociedad civil.