La historia del trabajo, ya se sabe, es una historia de rescate y de chantaje. Pero el chantaje no ha tenido nunca la imprudente visibilidad, la dureza y la extensión que ha adquirido desde el caso FIAT en Pomigiliano hasta ahora. Es algo que está a la vista de todos, pero que no está bien decirlo. Es políticamente incorrecto. De hecho, como era inevitable, la iniciativa por el referéndum en materia de trabajo ha suscitado las airadas reacciones de la politique politicienne. Se ha dicho que la iniciativa era improponible, inoportuna, sin criterios. Prescindiendo del contenido de las preguntas depositadas ante el Tribunal Supremo hace pocos días, y ello de un lado porque nuestros políticos suelen comportarse así, de otro porque entendían que los “difíciles pero avanzados compromisos” obtenidos - respecto a la reforma del art. 18 del Statuto dei Lavoratori sobre el despido – no podían ser discutidos de nuevo o, haciendo honor a la regla según la cual no se debe molestar al conductor, todo lo más les correspondía ajustarlos sólo a ellos mismos.
Por el contrario, la instancia del referéndum y la campaña que seguirá para la recogida de firmas sirven para sustraer la regulación del trabajo del opaco bricolaje de las transacciones privadas y para restituir a la política del derecho del trabajo la centralidad que le corresponde en el debate público. En definitiva, la politique politicienne no ha ni siquiera concebido la sospecha de que la participación popular se haya solicitado para transmitir a la población – que, sin saber aún con qué ley electoral se procederá a votar en las elecciones de abril 2013, no puede tampoco imaginar las características del futuro gobierno – un mensaje de tranquilidad y de esperanza.
La tranquilidad de saber que la recuperación de la normal dialéctica política de cuya autenticidad se está perdiendo el gusto y el recuerdo, no sólo es lícita, sino que es posible aquí y ahora la esperanza de contribuir a dar una estable perspectiva de desarrollo en un área crucial de las relaciones sociales: el trabajo asalariado – al que el Doctor Strangelove que por más de diez años ha formado parte del los espacios de gobierno quería despojar del derecho a tener derechos.
Al decir esto me refiero no tanto a las preguntas del referéndum que, revisitando críticamente la regulación del despido que se desprende de la reforma de la ministra de trabajo Fornero, prevé el retorno a la versione originaria del art. 18 del Statuto dei Lavoratori, sino más bien a la pregunta sobre el art. 8 de uno de los innumerables decretos-leyes anti-crisis emanados en los últimos días del gobierno dimitido de Berlusconi.
Es cierto que el tema del despido como objeto de las preguntas del referéndum, ha producido (por inercia, por pereza mental o quizá por ignorancia) un efecto – vampiro sobre la prensa escrita, pero la normativa que constituye el objeto del artículo 8 del decreto-ley anti-crisis es mucho más devastadora. Y lo es porque amenaza la misma existencia del derecho del trabajo como parte del ordenamiento general provista de una identidad y de una organicidad propia. Es un semi-elaborado que, confeccionado en medio de una situación comparable (no sin razón) con la que acompaña a la retirada de un ejército en fuga, debe haber creado serias dificultades incluso a quienes aprobaron su conversión en ley, dado que se votó simultáneamente un orden del día proveniente de la oposición en la que se prometí volver a examinar este tema.
En efecto, previendo que la “negociación colectiva de proximidad” (es decir, periférica, empresarial y/o territorial) pueda derogar in peius no sólo los convenios sectoriales de ámbito estatal, sino también gran parte de la legislación aplicable a la relación de trabajo, la norma sanciona el definitivo y prácticamente total abandono del principio de inderogabilidad de las reglas producidas por las fuentes constitucionalmente legitimadas del derecho del trabajo, además de suponer la evaporación del principio según el cual a trabajo igual deben corresponder iguales derechos, económicos y de cualquier tipo. Es decir, es la primera vez que un legislador vende su función a sujetos privados.
Es claro que en la historia de los parlamentos modernos no hay antecedentes de este tipo. Por eso nadie me puede culpar de haber adoptado una “actitud militante” si, teniendo “el privilegio de poder hablar a la opinión pública en nombre de algo que tenga que ver con cultura y política”, comento favorablemente la petición de una consulta popular sobre el trabajo. Es cierto que, como ha escrito Gustavo Zagreblesky en La Repubblica del 19 de julio, “en el clima cargado de final de legislatura hay que resistir a la llamada a las armas”, lo que no es fácil. Pero el reconocido jurista no habría creído nunca que pudiese ser tan poco complicado mantener las debidas distancias incluso al hablar de un referéndum derogatorio que, a su manera, implica de por sí “una llamada a las armas”. El caso es que esta vez la derogación tiene por objeto una opción normativa que no daña solo a una parte, sino a todas. También a los empresarios, salvo aquellos que han desarrollado un despiadado instinto predatorio y prefieren el mercado de las reglas a las reglas del mercado. Es extraño, pero el gobierno Monti no se ha dado cuenta de ello y no ha depurado el ordenamiento.
Nada original, sin embargo, es el segmento de la reforma de la ministra de trabajo Fornero que los impulsores del referéndum proponen formatear. De la innovación, frente a lo que se declaró como propósitos expresos, puede decirse que, si bien lesiona bastante a los trabajadores, no agrada en la misma manera al mundo de las empresas. La norma que ha sustituido al art. 18 es laberíntica, retorcida, contradictoria. Se diría que es el producto del exceso de conciencia que atormenta a la insegura ministra de trabajo: lo atestigua la obsesiva y casi maníaca búsqueda de distinciones pseudo-conceptuales y de hiper-correctismos cuya intrincada armazón hace del conjunto legislativo un concentrado de irracionalidades. Quizá a los pandectistas del siglo XIX no les habría disgustado una manifestación tan aguda de formalismo abstracto. Pero también los súbditos de ayer, si hubieran podido manifestar sus opiniones con la libertad de los ciudadanos de hoy, se las habrían dicho de todos los colores.
("Il Manifesto", 14 septiembre 2012.)